Lo veo venir por Güemes o Mansilla (nunca las distingo). Se arquea como si tuviera algo roto: alguna cadera, alguna pierna o tal vez todo.-¿Así que ahora escribis poesía?, suelta sonriendo a más no poder. – Trato. -¿Vivís todavía en Bollini? – A tres cuadras, qué memoria. Sonríe. – Si te habré perseguido o no te acordás. – Claro que sí (miento). Desde que duermo tan poco ya ni sé cómo me llamo, me voy a acordar de su grata persecución, hace tanto además. – No tuve éxito con vos, dice de golpe y siento un vaivén en el estómago. La sonrisa se estira de golpe y frunce los ojos. Me río, no sé si de nervios o porque de repente sí me acuerdo de cómo intentaba cazarme por el pasaje. Como entonces la gente dejaba las puertas abiertas me escondía en un patio cualquiera, hasta que una vez un chihuahua casi me come un talón. También intentó venderme sus acuarelas y yo que tengo el sí fácil, no puedo entender por qué nunca le compré ninguna. – Sos famoso ahora, le digo y se vuelve a reír, – muy famoso. Casi le digo cómo se lleva con la viudez pero Emilia me rogó que jamás comentara nada, ya que por otra parte nunca había querido mudarse, a lo sumo y como buen ingeniero que es recicló hasta el calefón de esa casona, que (siempre según Emilia) es una franja de tiempo con aljibe y todo. Me besa apenas, como al bies, mientras se las ingenia nuevamente para dar esos pasos cortísimos, con los que ya no podría correrme por ningún pasaje.

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