Como todas las mañanas nos repartía las estampitas y ponía de manera despectiva en cada una de nuestras pequeñas, gorditas y sucias manos, éramos un montón, yo una de la más pequeñas, recuerdo que no hacía mucho me había dejado en la casilla diciendo que creía que ese día era mi cumpleaños, creo que el de tres, pero no lo se.

Una vez más después de su empujón, me subió al subte, repartí a cada pasajero sentado la estampa, entregaba al de capa roja, barba blanca y cara de bueno, como me imaginaba a un abuelito. Casi nadie estiró la mano para recibirla, sólo una mujer con rico perfume la agarró acariciándome y regalando un guiño con sus ojos color miel muy húmedos, hasta ese instante nunca había sentido algo así y de manera espontánea le devolví el gesto, copiando con una mueca su guiño.

Nos llevaba a una estación de subte que estaba abajo de una plaza, y recuerdo que al final del día subíamos a una donde había muchos trenes, los chicos que iban conmigo, serían mis hermanos, corrían rápido y temerosos detrás de esta mujer que todas las mañanas nos entregaba las estampitas, y yo tras ellos. No siempre volvíamos al mismo lugar, raro, pero así era. Esa mañana sólo me llevó a mi, y dijo -lo que hagas hoy, quédatelo-. En nuestra estación subieron muchos chicos con mochilas, todos vestían igual, hablaban y se reían muy fuerte, me los quedé mirando deseando pertenecer al grupo. En la estación que más gente bajaba, mi madre se aseguró que yo estuviera entretenida, con un último cruce de miradas, bajó muy rápidamente, dejándome, mezclándose en la multitud, en ese cruce vi algo que no me gustó, con el tiempo entendí que lo había perfectamente planificado así, nadie se percató de nada, a excepción de mi amiga, «la del rico perfume» de la que me estaba despidiendo antes de girar y cruzarme con esos ojos odiosos, al darse cuenta lo que había ocurrido enseguida hizo que me sentara a su lado, pasó su brazo por mi espalda, me dijo -hermosa, todo estará bien y besó mi frente- les juro que no hacía falta que lo dijera, no tenía dudas que ahora sí, iba a estar bien. Juntas bajamos en la estación terminal, la de los trenes, la esperamos hasta que nos dijeron que debíamos irnos, y que aprovecháramos el último tren, mi corazón festejó.

Recuerdo que llegamos a una casa pequeña, había una habitación con una cama cubierta con un acolchado de alegres mariposas, un osito y sábanas que olían rico. Mi amiga, me preparó una taza de leche calentita, y cuando abrió la heladera, parecía que me esperaba, tenía alfajores, unas tacitas con figuritas infantiles que seguro contenían algo sabroso. Llenó con agua la pileta grande del baño, me pasaba por el cuerpo algo que patinaba y después me llenó la cabeza de espuma, me trajo unos juguetes de goma y pasamos mucho tiempo jugando y tirando agua apara todos lados, el agua en la cara de mi amiga disimulaba sus lágrimas, esas sí las conocía, a mí se me salían todas las noches. todo era nuevo y hermoso. Después del baño me sirvió comida, me dijo que a los chicos eso les gustaba mucho, pensé en los del subte y no dudé en comerlo, seguro que a ellos también les gustaba. Al terminar, me preguntó -¿cómo te llamás?-, habíamos estado tan ocupadas que no hubo tiempo para ello, y tampoco había sido necesario, porque ella me llamaba hermosa y yo respondía contenta, le contesté que me quería llamar como ella, pero no quiso, dijo que yo tenía un nombre y seguro era precioso, entonces le dije con vergüenza – «Chenena» – y le aseguré que no me gustaba y que quería otro, se sorprendió y decodificó mentalmente que seguro quise decir -che… nena- así me llamaban y a los gritos a mí y a otra más.

Al día siguiente y bajo el nombre de Mía y ella de Mili, subimos al auto llevando algunas cosas como por ejemplo el acolchado de mariposas y el osito, paseamos un largo rato hasta llegar a un lugar donde había mucho pasto y árboles, al final del camino una casa un poco sucia, pero usando mucha agua, como nos gustaba, la dejamos brillosa y nosotras mojadas riéndonos en el piso, volvió a servir comida, que llamaba con nombres raros e hizo que los aprendiera -desayuno, almuerzo, merienda, cena-.

Al poco tiempo comencé a llamar a la pileta grande del baño, bañadera, lo que patinaba por mi cuerpo era el jabón y las burbujas en la cabeza eran del shampoo.

Pasamos quince inolvidables años hasta que debimos comenzar a poner nuestros papeles en orden y lo conseguimos con mucha ayuda de una amiga incondicional de la infancia de mi mamá Mili, hicimos todo a pedido del médico de la salita que me atendió durante todos estos años, dijo que con cierta urgencia debía consultar a un especialista de la ciudad, no nos tenía buenas noticias, no sólo por el diagnóstico, sino, peor aún, era necesario dar con esa mujer que me había abandonado, creían que era la única que tenía la compatibilidad genética para iniciar mi tratamiento, mamá Mili movió cielo y tierra hasta encontrarla, preguntando en la plaza, en las estaciones de subte y la de los trenes, fue ahí donde la orientaron, pudimos reconocerla por su mirada odiosa y la lamentable coincidencia con mi lunar.

Ni los médicos, ni el comité científico consultado, lograron explicarnos la incompatibilidad de los resultados entre esa y yo, pero mucho menos mi compatibilidad del 99.9 % con mi mamá Mili, nombre que elegimos por el milagro de esa mañana. El amor transformó nuestras vidas, seguimos sin saber nuestros verdaderos nombres, yo tampoco a quién dormía en esa cama, sólo nos dedicamos a disfrutar y encender los 6 de cada mes una velita al «abuelito» de la estampita, resultó ser San Nicolás, protector de los niños.

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