El olvido, nuestra agua, su pueblo, mi cielo

El olvido, nuestra agua, su pueblo, mi cielo

Javier Vidal

13/10/2018

Mi padre trabajó durante treinta años como ingeniero jefe en Laing Ibérica, empresa encargada de la construcción del embalse de Mediano, un pequeño pueblo inundado en 1974. Precisamente en ese pueblo, hoy una mancha de agua del color del cielo rodeada de montañas y coronada por una torre de iglesia, nació mi padre. Así es: un drama teñido de azul.

Imaginaos el dilema moral al que tuvo que enfrentarse mientras diseñaba los muros de contención de la presa que anegaría la casa de sus padres, el huerto de la tía Encarna, la escuela en donde comenzó a interesarse por las pirámides y la invención de técnicas para satisfacer las necesidades de los seres humanos, la misma que nos lleva a dejar pequeños asentamientos en mitad de ninguna parte para substituirlos por otros repletos de personas… pero quizás menos humanos.

La cosa es que desde el día en que vio desaparecer ante sus ojos su infancia y la vida invisible de sus antepasados, la mirada de mi padre cambió. Yo tendría unos seis años el día que regresó a Barcelona después de la inauguración de la presa y todavía tengo clavada esa expresión un tanto desmembrada que le acompañó hasta el final de sus días; era como si todo siguiera igual y sin embargo, y al igual que Mediano, el olvido había sido impuesto por la fuerza, acelerado por la fuerza del agua, por la mano del hombre, ante los ojos de mi padre, un hombre sin esa parte de niño que ahora yacía en alguna parte del fondo del pantano.

Ya se sabe que la vida nos acaba llevando por lugares muchas veces inesperados, pero tanta fue el agua embalsada en esa región de La Fueva en Aragón, tantas las lágrimas derramadas por mis abuelos, que comencé a interesarme por el submarinismo y en particular, por la espeleología marina.

Tras muchos intentos fallidos, cientos de negativas por parte de mi padre y la resistencia de mi madre, —¡pero cómo nos vas a llevar ahí con la edad que tenemos!— me repetía una y otra vez, les convencí para hacer una inmersión en el pantano.

El 20 de febrero de 2001(la fecha fue escrita por mi padre sobre el bloc de notas de la nevera de casa) recorrimos en familia el fondo del embalse, la casa de los abuelos, el huerto de la tía abuela Encarna, la escuela donde mi padre comenzó a interesarse por la pirámides, y todo seguía ahí, fantasmalmente iluminado por los rayos de un sol que seguía brillando sobre la superficie a pesar del paso del tiempo y las burbujas de nuestros equipos de buceo.

Salimos del agua. Nos quitamos las máscaras. Miré a mi madre. Lloraba. Miré a mi padre. Sonreía. Todo estaba donde lo recordaba. Mientras tanto, un poco más lejos, España se secaba y los pueblos desaparecían bajo el agua, bajo el cielo, al ritmo de aquello que se vacía sin hacer ruido, entre la lluvia amarilla de una civilización sin memoria.

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