Tiita, deja de leer Los niños tontos.

Tiita, deja de leer Los niños tontos.

— Tiita, deja de leer Los niños tontos de Ana María Matute y hazme un poco de caso, cuéntame lo de tu abuelita y el campo.

— Uf, tengo la cabeza con el relato de El Niño al que se le murió el amigo y no sé cómo me va a salir. Hoy te lo voy a contar de forma diferente.

La historia de mi abuelita

Una mañana se levantó y se fue al campo, a labrar la tierra. Cuando volvió, su madre le dijo: “Tu hermana ha muerto. ¿Es que no vas a llorar?” Ella contestó: “Estoy cansada de llorar. Todos se mueren.” Cogió el azadón, el rastrillo y el pico. Cogió queso, pan y un botijo y se volvió al campo. Limpió la tierra de malas hierbas con el rastrillo, hizo injertos en las plantas estériles con el pico, plantó nuevas en agujeros hechos con el azadón. Cuando ya no pudo más, se sentó y se comió el pan y el queso. Se bebió el agua del botijo. Y se echó a dormir entre las vides.

Pasó la noche larga y tuvo frío, entonces, pensó en volver a casa a cambiarse de ropa y descansar en su cama. Cuando volvió, ya no estaba su madre, en su lugar encontró a un hombre bueno, con el que se casó y tuvo una hija. Pero un día llegó la guerra y se llevó al hombre bueno. Ella dejó a la hija en un internado para que tuviera una vida más fácil que la suya y se volvió a ir al campo. Cogió el azadón, el rastrillo y el pico. Cogió las cerillas y papeles de periódico. Cogió arroz, atún y el botijo.

Esta vez, no volvió a casa ni por frío ni por hambre porque había aprendido a hacer fuego y a cocinar al aire libre. Pero un día, pensó en su hija y volvió a casa. Al regresar, le abrió la puerta una niña. Se encontró una familia entera, su hija había conocido a un hombre y le habían dado cinco nietos. Su hija le dijo: “madre, he tenido cinco hijos y ninguno ha muerto. Ahora tienes cinco nietos, te necesito.”

Ella dejó el azadón, el rastrillo y el pico. Se cambió de ropa, echó un trago del botijo y se puso a cocinar para todos en la casa.

— Vaya, sí que me lo has contado diferente. Ahora, cuéntame lo de tu mamá y el internado.

— ¿De verdad quieres más? ¡Qué raro! Pero voy a seguir con la misma estructura, a ver qué sale.

La historia de mi mamá

Una mañana se despertó en su cuna. La madre le dijo: “padre ha muerto. Yo me voy al campo. No puedes venir conmigo. Estamos en guerra. Estudiarás en un internado y tendrás una vida mejor que la mía.”

Ella no lloró. Cogió su maletita, su uniforme y sus libros. Conoció a niñas con coche y grandes familias. Conoció la soledad y las sopas de ajo. Odió a los ratones y al queso por igual. Un día, las monjas le pidieron la llave de su baúl donde guardaba pequeños tesoros y ella les dijo: “De eso nada, que las monjas son muy buenas, pero no hay que fiarse de ellas.” Y no les dio la llave. A las monjas. La niña.

Las matemáticas le invitaron a soñar, pero hizo cuentas y no salían. Salía caro el sueño. Mejor no soñar en estos tiempos.

Así fue cómo ella renunció a sus sueños. Así fue cómo su alma se endureció.

Volvió a la casa y encontró un hombre al que le gustaba viajar y estudiar. Soñaron juntos sueños pequeños, realizables. Nada de grandes lujos. Se casaron y tuvieron cinco hijos. Enseñaron a sus hijos a ser prácticos. Mejor no soñar. Mejor desconfiar. La abuela llegó después.

— Vaya, qué distinta a otras veces. Ahora, cuéntame la tuya.

— ¿Sí? ¿no estás ya cansadita?

— Venga, ya sabes que no, empieza ya.

Mi historia

Yo soy la quinta hija. La pequeña que abrió la puerta a su abuela. Yo llegué de rebote. A mí nadie me esperaba. Me he roto el brazo, la clavícula y la nariz. Todo jugando y saltando. A pesar de todo lo roto, he tenido suerte. He crecido en libertad, como las gallinas.

Una libertad con sus claroscuros. Yo era libre fuera de casa. Como mi abuela, como mi madre. La casa era una cárcel. Todo el mundo tenía que cumplir con sus obligaciones. Que eran muchas. Yo, además, con eso de llegar la última, no tenía ni voz ni voto. Creo que me he roto tantos huesos por reclamar algo de atención.

Cuando tuve que soñar con mi futuro, tenía la lección aprendida. No soñar. Ser práctica. Desconfiar. Y desconfié de la Literatura, de la Filosofía y de las Humanidades en general, por no ser prácticas. Me llené de números y de algoritmos. Me perdí entre fórmulas y funciones. Me sentía ajena a ellas. No me hablaban a mí. Quizás, yo estaba cumpliendo el sueño de mi madre, pero no el mío.

Después de mil y una pesadillas, me desperté un día y dije: “¡Basta! Estoy harta de no ser yo. De ser práctica. De no conocer mis sueños.”

Me levanté una mañana, cogí mi cuaderno, mi bolígrafo y me fui al campo a apuntar todo lo que veía. Recordé a mi abuela trabajar sus tierras y ser feliz allí. Recordé a mi abuela volviendo a casa y apolillarse entre fogones y quehaceres sin sentido que le robaban su identidad de mujer libre. Hablé con mi madre que me recordó sus sueños rotos. Hablé con mis hermanos que me recordaron sus lamentos. Y después de esto, me pregunto: “¿Qué sentido tiene la vida? Quizás si lo escribo, encuentre una respuesta, la mía propia.”

— Tiita, creo que lo que me has contado no es para niños pero lo voy a apuntar y voy a escribir mi propia historia.

— Pues me parece muy bien.

Ilustración: Alastair Magnaldo

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