Muy temprano, Adelelmo estaba cepillando a su yegua consentida, de repente sintió que ésta se esquivaba al contacto del cepillo, se fijó y miró que la cola la hacía de un lado para otro, el labio superior lo levantaba muy seguido y relinchaba.
—¡Ya estás en celo, mamacita!
Rápidamente dejó de cepillarla, la encerró muy bien en el establo que le correspondía, para que no se fuera a salir y se apareara con un burro manadero que tenía su ayudante.
—¡Juvenal!
—¿Mande usted patrón?
—La yegua ya está en celo, amarra bien a tu burro mientras ensillo el macho prieto, voy a ir al rancho de mi compadre Elías para que me alquile su caballo semental purasangre, vigílame bien a ese burro, con tu vida me respondes si se aparea con mi yegua.
—No se preocupe patrón, si se atreve, ¡le doy un plomazo!
—Órale pues. Nos vemos en la tarde.
—Adelelmo partió muy contento, las dos horas de camino por cerros y veredas se le hicieron cortas. Al llegar al rancho de su compadre, lo recibió muy sonriente una mujer de unos veinte años de edad, piel blanca y cabello rubio, tenía una sonrisa coqueta muy natural
—¿Buenos días señorita?
—Buenos días don Adelelmo, ¡dichosos los ojos!
—¡Ave María purísima!, ¿no me digas que tú eres Zenaida? ¿La hija de mi compadre Elías?
—La misma.
—¡Cómo has crecido criatura del señor!, ¡mira nomás que hermosa estás!
—Favor que usted me hace. ¿En qué le puedo servir?
—¿Está mi compadre Elías?
—No, no está, salió a Pueblo Grande y regresa hasta muy noche.
—¡A que caray!
Zenaida, mirándolo a los ojos le dice muy coquetamente.
—¿Y yo? ¿no le puedo servir ?
Adelelmo que tenía casi un año que había enviudado, se sintió un poco cohibido, luego animado le contesta.
—Pues la mera verdad sí, es que vengo a que me alquile su caballo semental purasangre.
—No se preocupe, vamos al corral, precisamente el susodicho está haciendo sus deberes, tiene chamba para dos yeguas, en cuanto termine, se lo lleva.
Llegaron al corral, se sentaron arriba de las trancas a ver el quehacer del caballo. Adelelmo no dejaba de mirar a Zenaida, quien se había dado cuenta de ello. Ella al notar la insistencia de la mirada, se voltea, y coquetamente le pregunta.
—¿Cómo ve al semental don Adelelmo?
Éste, quitándose el paliacate que traía en el cuello, le dice un poco nervioso.
—¡Pues… Muy bien!
—¿Le gustaría hacer lo mismo?
—¡Hay Zenaidita! tu sabes que ya tengo tiempo de haber enviudado, si tú me hicieras el favor, te lo agradecería toda la vida.
Ella, lo miró a los ojos y cariñosamente le pregunta.
—¿Quiere hacerlo ahora mismo?
— ¡Si Zenaidita, con toda el alma!
—Ándele pues, ahí está la otra yegua esperando, ayúdele al semental, sirve que se van más pronto, yo me voy con mi marido que me está esperando.
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