Tres días con tres noches

Tres días con tres noches

Hace muchos años Ernestina me contó que durmieron tres noches seguidas al raso.

Fue bajo una copiosa nevada en plena sierra cuando el frío entumeció el cuerpo de su madre y el de sus hermanos. El tiempo transcurrió lentamente bajo la escarcha de la mañana y heló la sangre y el corazón de los más pequeños cobijados entre dos carrascas centenarias.

El desinterés de su padre por los siete hijos y por la sirvienta de la casa, revivió el embrutecimiento y la actitud de la alimaña contra el don de la vida de ocho seres humanos indefensos. Se encontraron desatendidos bajo las miradas de los vecinos del otro lado del valle, sintiendo la humillación y el oprobio, llenos de un miedo ensordecedor y de la zozobra bajo el obscuro cielo serrano.

El señor de la casa advirtió que nadie amparara ni fuese indulgente con los niños y con la mujer, pues directamente los conduciría al mundo de los muertos.

Era un hombre alto y fuerte cuya mirada de ojos grises la tapaba un sombrero desgastado. No movía un músculo de la cara para sonreír, ni tampoco tenía destellos de complicidad con nadie, excepto con su caballo, al que llamaba Barrabás y del que tenía un cuidado especial, y por supuesto no dejaba que los criados se acercaran a éste. Lo alimentaba y cuidaba él mismo. Había heredado de su madre todo el dinero y gran parte de las fincas de la comarca, y como era hijo único, no dejó menospreciarse por nada ni nadie, desde el momento que durmió en la cuna. El bisabuelo no conocía la derrota, y con una leve seña mandaba y ordenaba sus deseos y si no se satisfacían sus órdenes, reaccionaba con una furia descomunal. En la casona vivía con su mujer y la hija de ambos. Nunca proporcionó cariño ni simpatía por su esposa, ni por supuesto por la criada, con la que tenía derecho de pernada y con la que tuvo siete hijos.

Durante las tres jornadas siguientes, teniendo el cielo por techo y en condiciones de extrema dureza, el único que acudió a socorrerlos fue Salvador. Iba de madrugada a ver a los mártires, y brindaba su ayuda encendiendo fuego para que se calentaran. Era el pastor que cuidaba su ganado en las tierras del valle alto. Ya su nombre lo decía todo, puesto que con su ayuda pudieron salvarse de morir congelados. Era tartamudo y le faltaban tres dedos de la mano izquierda, algo tímido, delgado y bajito. El hombre se las apañaba bien para llevar ropa de abrigo y comida al anochecer a la familia del señorito. Con prudencia, valor e inteligencia y arriesgando su físico, Salvador fue la única persona que ayudó a estas almas desconsoladas.

El pastor les preparaba un rincón calentito bajo el cielo estrellado, convirtiendo el suelo de piedras, en paja mullida para que los cuerpos más endebles pudieran dormir en blando. El buen hombre les ofrecía una deliciosa cena con más afecto y ternura, que manjares traía; un trozo de queso, algo de carne y pan. La leche recién ordeñada les sabía a gloria a los tres pequeños y el agua, la guardaban para beber durante el día. Tapados con mantas eran felices. Al amanecer, el pastor cargaba los enseres en el borrico para no dejar rastro y se marchaba a sus quehaceres.

A la mañana siguiente el hereje paseaba sobre su caballo con semblante momificado y con sus manos sarmentosas y llenas de crueldad, se dirigía a mi abuela y le decía:

-¿Todavía estáis vivos desgraciados?-

Mi abuela me contaba que el tiempo no había logrado borrar los recuerdos y la presencia de su padre a pesar de que llevaba enterrado más de cuarenta años, despertaba en ella mucha tristeza y ese miedo de las cábalas de la noche, la acompañó durante toda su vida.

Ernestina fijaba los ojos sobre la silueta del hombre con sombrero, inmóvil, casi como un fantasma y con talante altivo y renegado, al que no le hacía contonearse ni el mismísimo aire y le decía:

-¡Por el amor de Dios, padre, ayúdenos!-

Pero a él le daba igual. No tenía ni un gesto involuntario de dolor, ni trasfondo de buena conciencia y mi abuela cuenta que lo veía marchar con un discurso barato y un ronroneo que turbaba su corazón con golpes de sangre que duraban una eternidad, y su madre la tranquilizaba con un ligero temblor en los labios, diciéndole:

-¡Tranquila hija mía, pronto acabará todo!-

Casimiro nunca supo quien ayudó a los niños y a la criada. No hubo más noches como aquellas tres. Mi abuela vivió con sobresaltos, trabajando como una mula y sin el cariño de su padre. Aprendió a vivir con la mirada de los años, aguantando la angustia y el desamparo de una madre humillada y de un padre que nunca la amó.

Años más tarde el bisabuelo moriría, pero antes sufrió una enfermedad que lo tuvo postrado seis años en cama. Cuenta mi abuela, que un día tras la puerta oyó una voz de mujer decirle:

-La muerte te redimirá y te liberará, aguanta un poco más Casimiro, el consuelo te hará desvanecer y la maldad será el pasado-

Pero mi abuela entró a la habitación y allí solo estaba su padre postrado en la cama. Moribundo la llamó y le dijo:

-He estado hablando con tu madre, puerca-

-Se habrá acordado de usted, padre- le contestó mi abuela.

Y me dijo que estuvo diluviando tres días con tres noches. Su padre murió el cuarto día, cuando paró de llover. Una niebla invadió el valle, la casa y las dos carrascas, y a pesar de sentirse amedrantada y con el temor de lo que podría ocurrir, Ernestina creía que se había liberado de una maraña de hebras que la habían tenido prisionera mucho tiempo.

Al día siguiente amaneció con un cielo diáfano que llenó de luz todos los días de su vida.

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