A las siete de la mañana el taxi esperaba frente a la puerta de la pensión tal y como habíamos concertado la noche anterior. Llovía. Aceleré el paso, abrí la puerta trasera, entré y coloqué junto a mí la minúscula bolsa de viaje con su cremallera abierta, dejando el espacio suficiente para introducir mi mano derecha. Lo hice y palpé el frío metal de la pequeña pistola.

—Lléveme a la Comisaría de Rentería —ordené al conductor.

Antes de poner en marcha el vehículo me miró a través del espejo retrovisor interior sin poder disimular su expresión de sorpresa.

—Eres nuevo… ¿Verdad? —Preguntó conociendo de antemano la respuesta.

No respondí y empuñé la pistola sin llegar a extraerla de la bolsa.

Tras unos segundos de tensión puso el vehículo en movimiento.

Diez minutos más tarde se detuvo frente a un edificio con la fachada de piedra. Le indiqué que permaneciera a la espera al leer en un rótulo luminoso: «Policía Municipal».

Entré y tras una breve charla, el agente me indicó que debía dirigirme al Puerto de Pasajes.
Una vez estuve dentro del vehículo, antes de que pudiera indicarle el nuevo destino, el taxista se giró para decirme:

—En los cinco minutos que has tardado en regresar, otro, podría haber efectuado una llamada desde esa cabina telefónica —dijo señalándola— y un comando ya estaría aquí esperando tu salida para acribillarte a balazos. Debes tener cuidado… ¿Qué edad tienes?

—Veintidós. —Respondí apretando la empuñadura del arma—. ¿Ha llamado usted?, —añadí mientras miraba alrededor a través de los cristales.

—¡No! —Respondió nervioso.

Accionó el arranque del motor y sin preguntar tomó dirección al puerto, deteniéndose frente a la Comisaría. Aboné la carrera y antes de alejarse repitió: «Debes tener cuidado».

Entonces era enero de 1982.

A las diez de la noche del 15 de diciembre de 1983 recordaba mi llegada a San Sebastián.

Vestía el uniforme, erguido, inmóvil junto al féretro de mi compañero, a la única luz de cuatro velas encendidas situadas en sus esquinas. Las lágrimas inundaban mis ojos hasta rebosarlos una y otra vez. No era él. No tenía su sonrisa. De sus labios no salían ahora aquellas palabras de ánimo cuando, al marcharse hacia su tierra valenciana donde ya le esperaban su esposa y sus hijos, se despidió llorando con un abrazo y con la frase: «Cuidaos mucho… por favor».

El destino le había devuelto a estas tierras a primeros de diciembre sólo por unos días. Después debía regresar para celebrar las fiestas navideñas con su familia. La bala que atravesó su cráneo lo impidió. Nunca volverían a verle con vida.

Junto a otro policía patrullaba a pie la zona del boulevard donostiarra, cuando un vehículo de la Policía Municipal se detuvo varios metros atrás. De él se apearon dos supuestos agentes de uniforme que aceleraron el paso hasta situarse a la espalda de los dos primeros, para descerrajarles un traicionero disparo en la nuca. Después regresaron al vehículo y se perdieron por el entramado de calles del casco viejo. Más tarde sabríamos que el vehículo había sido robado unas horas antes.

Cuando llegamos, la sangre lo impregnaba todo. Uno de los agentes atacados sería trasladado en ambulancia con mínimas posibilidades de permanecer con vida. Para el otro ya era demasiado tarde. Las empleadas de la tienda Sederías de Oriente habían intentado auxiliarle desde el mismo instante en el que cayó, envolviendo su cabeza con varias toallas y sábanas que aún permanecían en el suelo empapadas por completo de su sangre. Parecía sonreír. Parecía agradecer esa última ayuda que finalmente resultó en vano.

Aún conservaba en mi casa aquella gran caja repleta de pequeños juguetes que un día dejó atrás, con la intención de entregársela antes de su partida. «Quédatelos para tus hijos» había dicho con generosidad.

Con la luz de las velas, nuestras sombras se dibujan en la pared. Aunque los cuatro permanecemos inmóviles, las sombras parecen bailar una macabra danza.

¿Qué será de sus hijos? ¿Quién encontrará una razón para que el odio no llegue a anidar en sus corazones? ¡Pobre Eduardo! Esta noche no te dejaremos solo…

Un escalofrío me recorre el cuerpo y el recuerdo hace que se me anude la garganta. Seco mi cara y vuelvo a quedar inmóvil, aunque no puedo dejar de mirarle. La sangre ha desaparecido. Está limpio. Parece dormido.

Dicen que algún día todo esto terminará. ¿Cómo? ¿Quién pondrá fin a esta locura? ¿Qué pretenden? ¿Qué sociedad puede vivir dignamente con las manos manchadas de sangre?¿Nadie ha de sentir remordimiento por ello?

Imagino mi cuerpo donde está el suyo. Invierto los papeles e intento imaginar su reacción al verme. Él hubiera permanecido junto a mí. Nadie hubiera podido impedirlo y esa idea me hace llorar de nuevo.

Casi amanece cuando nos marchamos. A lo largo de la mañana será trasladado hasta el pueblo, donde le esperan su esposa, sus hijos y el resto de la familia. ¡Qué dolor tan profundo también para sus padres!

Ni siquiera el cansancio de toda la noche en vela me facilita conciliar el sueño al llegar a casa. No puedo apartar su imagen de mi pensamiento. Tal vez lo consiga al llegar la noche.

La niña duerme y mi esposa me observa sin atreverse a pronunciar palabra. Sabe de sobras lo que siento y guarda un respetuoso silencio que agradezco.

Decía mi esposa que durante las tres noches siguientes hablé en sueños; que lloraba y que a veces repetía la pregunta: «¿Por qué?».

Pasado un tiempo todo retornó a la triste normalidad. Una tarde, aprovechando que la niña se entretenía con sus nuevos juguetes usados, hablamos de lo ocurrido y terminé pidiendo a mi esposa un único deseo:

«Si algo así me ocurriera, nunca permitas que nuestra hija se críe en el rencor. Explícale a nuestra niña quién era su padre. Dile que nunca hizo mal a nadie y que la quería con locura. Que nadie le odiaba, ni él odió nunca a nadie. Dile simplemente… que tuvo mala suerte».

Publicado por ABC.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS