Todo empezó cuando su padre, aquel bastardo mal nacido de manos grandes y brazos robustos, le rompió su niñez y dos costillas. Nunca había sido cariñoso con ellas, pero ese día sacó su odio destrozando lo que nunca quiso. Las sonrisas y los buenos modales no habían estado presente en su vida, no aprendió la palabra gracias o por favor, pero sí podía relatar un listado interminable de exabruptos, maldiciones y demás lindezas que dejarían petrificado en la silla a cualquier catedrático de la lengua.
Su hogar, o lo que ellos llamaban casa, estaba situada entre dos viejos edificios que amenazan con estrellar sus huesos sobre el asfalto en cualquier momento. Era una colección de chapas, cartones y plásticos, que al mejor estilo Guggenheim, creaba un espacio diáfano donde la vida era tan cercana que hacía imposible no colisionar. El miedo tropezaba con la vergüenza, el odio con la rabia, las ilusiones con las desesperanzas y todos contra todos.
Amaia era la mayor de tres hermanas. La mayor y la madre de todas ellas. La madre y el padre de cada una de aquellas criaturas que vagaban por la vida felices e inconscientes de la realidad que les había tocado vivir mientras su madre, día tras día, deambulaba por el vecindario buscando, sin encontrar, un motivo para regresar a casa y poder mirar a los ojos a sus hijas regaláldoles al menos la esperanza de que todo cambiaría. Pero todo seguía igual, el alcohol de una botella de vino a medio terminar desdibujaba la realidad y le hacia olvidar lo que era imposible no recordar.
Subsistían gracias a la caridad y la generosidad de una trabajadora social, que sin tener un motivo más allá de su profesionalidad, vio en Amaia a la joven que un días atrás pudo haber sido ella misma. Su mirada enigmática y cargada de dolor era la expresión del olvido provocado. Sin embargo, su capacidad para dibujar la felicidad era algo que para nada encajaba en la desgarradora vida que le había acompañado hasta el momento.
Aquel día, cuando la persona que le dio la vida rompió sobre su cuerpo con el presente para poder abandonar el futuro, decidió que acabaría con su amargura entre recuerdos emborronados e imágenes de dolor propio que nadie quería ver.
Aunque no había ido a clases de pintura, ni tampoco tenía lápices de colores para dar vida a sus garabatos, comenzó a dibujar sobre las fotografías recortadas de revistas del corazón. Aquellas creaciones eran la viva expresión de una vida que no había vivido, la expresión gráfica del que sueña en la libertad de poder soñar.
Entre la basura encontraba revistas del corazón, folletos de venta por catálogo e incluso alguna fotografía recortada donde había desaparecido algún desgraciado. Pintaba sobre las imágenes, que otro había captado un mundo donde ella fuera protagonista de un recuerdo. Primero fueron retratos, que con una destreza sin igual, transformaba en personajes de otras vidas pasadas. Luego fueron los paisajes donde, utilizando una perspectiva perfecta, situaba la silueta de tres sombras que contemplaban un paisaje, tan idílico como inalcanzable para ellas. Cada fotografía dibujada fue pegada con delicadeza en el libro familiar de los recuerdos no vividos.
Pero no todos acababan guardados en aquel viejo libro. Su pericia y visión le llevó a ver que su arte era apreciada por gentes que estaba dispuesta a pagar para poder tener en propiedad una de aquellas obras de arte. Así, creación tras creación fue abriéndose paso de la calle a las galerías de arte. A pesar de que sus creaciones evolucionaban, no sólo en calidad sino también en tamaño, ella nunca perdió el valor que tenía aquella actividad, recuperar una vida que nunca tuvo.
Con el dinero que ganó después de su primera exposición compró una maquina de hacer fotografías, no para recuperar el tiempo perdido, ni tan siquiera para recoger los nuevos recuerdos, sino para olvidar que tendría que volver a robar la vida de otros, los recuerdos falsos de vidas vacías que exponían sus vergüenzas en papel couche.
Su arte se volvió más realista, más puro, más auténtico. Las fotografías reflejaban la crudeza de la vida en la calle, mientras que su pintura rompía con la frialdad de la realidad que la gente quiere olvidar, aquella que le recuerda que ellos también pueden acabar presos de la calle, la maldad y la falta de sueños.
A pesar de que el éxito, ganado con todo merecimiento, le había otorgado una nueva vida de buenos recuerdos, no podía dejar de pensar en aquellos días en el viejo hogar que le robó la sonrisa de la inocente niñez. Amaia era incapaz de odiar, no por bondad, sino por pereza de volver a un momento en el que la vida se cebó con ella. Ahora vivían bien, sus hermanas y su madre le acompañaban en su aventura de vivir el presente. Su padre, aquel hombre que le arrebató la niñez se había convertido, sin quererlo ni desearlo, en el artífice del éxito de su hija , arrebatándole nuevamente la capacidad para olvidarlo.
Aunque prefería pintar sus propias fotografías, no dejo de rebuscar entre los periódicos locales de cada ciudad que visitaba una imagen que le evocará alguno de esos recuerdos que le hubiera gustado vivir. Una mañana, mientras tomaba el desayuno en el Hilton, una noticia del New York Times le sobresalto, “Un hombre ebrio muere atropellado por un camión de la basura”. El titular era suficientemente expresivo para llamar la atención, pero no fue lo único que le hizo detenerse en esa página, bajo las ruedas de aquel camión asomaba la mano inconfundible, que con su fuerza bruta, le había destrozado su costillas.
Recortó, con una frialdad impropia, la fotografía que ilustraba la noticia del periódico. La guardó en su portafolio de piel y salió sin mediar palabra. Aquella sería la última foto que pegaría en el álbum familiar, ni quedaban más hojas, ni ella tenía más fuerzas para coleccionar recuerdos robados.
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