Aunque los exámenes médicos no indicaran nada que me impidiera salir embarazada, tenía años de intentarlo y no lo lograba. Soy impaciente, disciplinada y muy organizada, pensaba que si Dios no me permitía tener un hijo tal vez era porque no estaba preparada para ser una buena madre.

Entonces con mucha sorpresa recibí la bendición del embarazo, un ser crecía dentro de mí, tenía cinco semanas. No paraba de tocarme la tripa, a pesar de los malestares desde el amanecer y tener que espabilarme en las horas de trabajo, estaba perpleja ante todo lo nuevo que sentía, pensaba y planeaba.

En la siguiente cita de control, mientras me realizaban el ultrasonido, recibí otra sorpresa, no era un bebé sino dos, el embarazo en ese momento dejó de ser sólo valioso sino que adquirió la categoría de alto riesgo.Mi pareja y yo estábamos emocionados, ya en mi familia había mellizos, pero esto era inesperado.Decidimos no decir nada, sino que con la ecografía le mostramos a la familia y no cabían en sí de felicidad. Tenía diez semanas.

Pasaron treinta y cuatro semanas, confieso que salvo por las molestas náuseas diarias y el no poder sentir ningún sabor, pues todo me sabía a cartón.Mi embarazo transcurría como una suave brisa, lleno de paz y de aceptación ante ese nuevo reto.

Una tarde, luego de estar limpiando mi cocina, estaba acostada sobre la cama y sentí la humedad, no me atrevía a moverme, ni a mirar, estaba aterrorizada, era una pesadilla.Mis bebés estaban en riesgo.

Le pedí a mi esposo ver si la humedad era sangre, afortunadamente no lo era, pero al no ser normal esa humedad llamamos a la ginecóloga y nos fuimos al consultorio.El embarazo había terminado, me explicó, me pondría en reposo para mejorar las oportunidades de los bebés y luego programaría la cesárea.Me internaron en el hospital, pero unos minutos después entré en labor de parto, no podríamos postergar el nacimiento de los nenes. Mi mamá no resistió estar conmigo, se fue a una salita a ocultar su llanto, mi hermana en tanto, le tocó estar allí poniendo buena cara y no permitiendo que yo entrara en pánico, con tranquilidad y paciencia logró que yo estuviera calmada hasta el momento en que entré a la sala de parto.

Aunque un bebé de treinta y cuatro semanas tenía muchas oportunidades de tener una vida normal, al ser mellizos el crecimiento no era el mismo que si hubiese sido sólo uno.

Nacieron los nenes, recuerdo que aun sedada me los enseñaron, apenas los vi, perdí el conocimiento.Se los llevaron en ambulancia a otro centro médico, cuando recuperé la conciencia, no estaban, fueron internados.Tan pronto como pudo la ginecóloga me dio de alta, mientras tanto el único que veía a los nenes era mi esposo.

Llegué a la sala de cuidados intensivos prenatales, al acercarme a las incubadoras comenzaron a sonar los dispositivos, me desmayé.

Los nenes fueron trasladados al área de cuidados semi-intensivos, en que fueron pesados y evaluados por fonoaudiólogos, cardiólogos, oftalmólogos, neurólogos y quien sabe cuantos más, no pudimos sostenerlos en brazos hasta casi diez días después.

No puedo explicar con palabras lo que sentí al poder abrazarlos, era como un milagro, pero a la vez estaba aterrada, eran como ratoncillos, parecía que se romperían. Cuando pude amamantarles fue cuando logré sentir que eran reales, que tal vez sí era posible que salieran adelante.

Cada día la revisión médica era una agonía, si el bebé no llegaba al peso mínimo y a las condiciones físicas esperadas no podían darles de alta, claro que en nuestro caso esta angustia era doble, no podíamos estar con ellos, solo podíamos visitarlos al mediodía, bañarlos y amamantarles. Era una jornada de seis de la mañana a siete de la noche. Los padre de los niños internados parecíamos fantasmas esperando que nos permitieran entrar a esa sala cada día, compartíamos la angustia y la desesperación de no poderles tener con nosotros.

La peor hora del día eran las siete de la noche, en ese momento teníamos que dejar a los nenes al cuidado del personal médico, era una pesadilla.

Veintiocho días, eso fue lo que duró el calvario, finalmente llegaron los nenes a las condiciones aceptables para poderles permitir ir a casa, no sin estrictas medidas de control y cuidados.

Físicamente, mis hijos no mostraban ninguna secuela de haber sido prematuros, un par de años después salieron a flote otras cosas que hemos tenido que ir enfrentando, ellos son fabulosos, son unos sobrevivientes.

De esta experiencia aprendí lo que era el amor entre padre e hijos, de mi hacia mis hijos, así como el de mis padres hacia mi; mi abuelo que en la hora de la visita se pasaba al hospital, sólo para que yo supiera que contaba con él, mi mamá que estaba allí a cada momento, y toda mi familia pendiente.

Aunque no lo reconocí en ese momento, ante tanta zozobra, en ese momento me enamoré una vez más de mi marido, por la fortaleza de actuar cuando se me adelantó el parto, por tomar las decisiones que fueron necesarias al nacer los niños, al apoyarme en cada paso y al tomar un papel activo como padre desde el primer momento.

Comprenderán si hoy me tengo que contener para no consentir y besar a mis hijos a cada momento, me cuesta y ellos no lo saben, hasta ahora, es que cada vez que los veo, los recuerdo como la primera vez que los vi, en esas incubadoras, sin poderles abrazar y consolar.

Ya están en la adolescencia, pronto serán adultos estamos en otra etapa, ahora son nuestros compañeros de aventuras, seres independientes y maravillosos, son mis sueños hechos realidad.

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