El sueño de la abuela

El sueño de la abuela

De pronto un día dejé de tener la pesadilla. El sueño de la abuela, le decía yo. Lo recuerdo con claridad a pesar de los muchos años que pasaron de esas escenas repetitivas de mis noches de pubertad.

Mi abuela se paseaba flotando por sobre un camino de tierra alumbrado apenas por una farola lejana. El sendero estaba rodeado de árboles de un verde oscuro lustroso y brillante (debe haber sido efecto especial del sueño), y ella, con la tez blanca surcada por el arado de los años resplandecía en la penumbra. Se deslizaba con la mirada fija en mí y una media sonrisa siniestra que me daba escalofríos y me obligaba a despertar.

Claro, que no era la mirada verdadera y pícara que solía tener cuando la pillábamos in fraganti comiendo chocolates en plena madrugada. Aquella abuela, la viva, pestañeaba ligero con insistencia de tic nervioso tras los cristales verdes y gruesos de unos anteojos que le aumentaban el diámetro de las pupilas grisáceas. Era la mirada de un pichón asustado, porque la abuela viva y anciana se convertía en ese momento en un pajarillo agazapado en busca de migajas dulces, trasmutaba en una niña traviesa golosa sin diabetes. Esa abuela niña nos robaba una sonrisa y nos hacía cómplices de su delito, con su inmediata interpelación y su mano limosnera. Sin embargo, la abuela de mi sueño era distinta, distante y no tenía voz; pasaba flotando con su batón azul a lunares que flameaba con un viento inexistente mientras un tenebroso ruido de estática la acompañaba.

La pesadilla se sucedía noche tras noche y, a pesar del temor que me causaba recordarla, creía entender con mi cerebro rudimentario de adolescente que detrás de esa escena monótona había un mensaje del más allá.

Mi abuela muerta me observaba con obstinación cada noche y su boca torcida era perturbadora.

¡Por favor abuela déjame dormir!

Era la primera muerte cercana que recordaba. Mi madre estaba triste, mis hermanos estaban tristes y hasta mi padre, con quien después de años llegaron a quererse, estaba triste. ¿Y Yo? No. Yo no estaba triste. No cazaba del todo los acontecimientos. Un día la abuela estaba y al otro día no estuvo más, y esos dos momentos hicieron un sándwich de sentimientos incomprensibles que no osé analizar.

Ya no la encontraba en la sala tejiendo al crochet, ni escuchaba el arrastrar de las chinelas con pasos cansados; ya no me retaba para que no saliera a jugar al calor abrasante de la siesta, ni corría a escobazos a mis amigos del barrio para ampararme de las malas influencias; la cocina había perdido a su dueña y ama, y la familia se quedó sin abuela, sin madre, sin madrina. Todos en la casa deseaban volver a verla, pero yo, yo la veía cada noche, porque se me aparecía cual espanto mientras dormía.

No se había conformado con los escobazos, las mandoneadas y los regaños, la abuela seguía torturándome con reproches y acusaciones mudas. Sí. Definitivamente debía ser eso. Fue muy buena con todos pero a mí siempre me tuvo con el culo a la bulla.

Despertaba asustada; otra vez había venido la abuela a visitarme en los sueños. Estática, ojos penetrantes, vestido azul flameante, penumbra. Nada más. Así, incontables noches. Hasta que un día, de día, la extrañé. Me desperté con una corazonada y me lance por las escaleras a toda prisa, corrí a la cocina y solo encontré ollas vacías, una sartén sin aceite y el aire sin condimento, ¡casi no pude respirar por el olor a nada! Di media vuelta y marché a la sala, pero en el pasillo me tropecé con sus pasos arrítmicos y ausentes que se hicieron a un lado para cederme el camino; también me había dejado el sillón disponible; podía tirarme a ver televisión a mi antojo. ¡Qué espanto! ¡La abuela ya no estaba!

Caí en cuenta de su ausencia esa buena y doliente mañana; mis dos neuronas habían hecho sinapsis, y mi corazón con premura me pidió que hablara con ella. Fuimos tres en esa charla. Ella, mi yo de entonces y yo. En pocas palabras sucedió así:

–Abuela fui una tonta, perdóname –le dije arrepentida. Ella sonrió y pestañeó con su tic nervioso, mientras sus anteojos pesados dieron un saltito sobre su nariz.

– ¿De qué hablas? ¡Ella me rigoreaba cada vez que me veía! –recriminó mi yo de entonces.

– ¡Ahí te equivocaste! –le contesté mientras la abuela, que al parecer estaba como mediadora, nos observaba en silencio –¡Ella solo te cuidaba; era la mejor abuela del mundo y vos un inmaduro inconsciente!

– ¡Yo no me equivoco nunca! –soltó con soberbia, mi yo de entonces. Lo miré con detenimiento, se veía minúsculo e insignificante. ¡Qué mal bicho! No obstante, no me sentí mejor que él.

–¡Ojala pudiera abrazarte una vez más, abuela! ¡Ya no estás y recién ahora sé cuánto te quiero! –le dije entre sollozos y sentí como mi orgullo se rasgaba. Mi yo de entonces se asustó y trató de armarlo rápidamente pero no pudo porque la abuela le sujetó las manos y les dio un suave beso. Mi yo de entonces cayó desarmado, era imposible que resistiera al amor infinito de la abuela.

–¡Aquí ya no tengo entidad! –exclamó solemne, y se fue dejando el orgullo despedazado en el piso.

Mi abuela se acercó con pasos desacompasados y me abrazó; en ese apretón me traspasó sus memorias, sus vivencias y me hizo el hermoso regalo de la paz. No se fue nunca. Se ovilló en mi pecho y ahí anida. De cuando en cuando la encuentro, no dormida, sino despierta entre ollas y comidas.

Esa noche volví a tener el sueño de la abuela. Ella flotaba con el vestido siempre azul, sin viento y sin estática; me miraba con sus ojos grises enmarcados en vidrio verde, pero esta vez, sonreía la abuela viva, y antes de desaparecer, pestañeó dos veces con su tic nervioso.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS