Elia era escuálida y menuda. Tenía unos ojos tan pequeños que parecían dos aceitunas negras. Su cara alargada y sonrosada despedía una luz sobrenatural y con una paz absoluta llenaba de sabiduría los rincones del monasterio. Mujer laboriosa donde las hubiera y muy culta, miraba sin miedo a la vida. A veces, mientras mordisqueaba una manzana, recitaba poemas de Góngora y de Jorge Manrique.
La abadesa le permitía visitar la biblioteca todos los días y allí consultaba libros de botánica, astronomía, matemáticas, agricultura y de literatura. Elia era una mujer fascinante y algo extravagante y su pasión por el conocimiento no tenía fin, y aunque Dios la llamó con veinte años como sierva suya, la joven no dejó nunca de soñar, considerando el anhelo y el deseo de ostentar a la práctica de la divinidad, pero sin dejar de buscar su lugar en el mundo.
Dicen que en su juventud fue muy hermosa, pero poco quedó de ese esplendor. La semana pasada cumplió 50 años. Como todas las noches, a solas en su celda tenía momentos turbulentos. Había sentido un incómodo nudo en la garganta, y a pesar de ser una hormiga afanosa durante toda la tarde, los olores de las flores le habían parecido nauseabundos. Tenía un incendio en sus entrañas y esta vez era diferente.
La vida contemplativa y sus pensamientos mundanos eran renglones que reflejaba en su diario. Escribía hasta que amanecía. Esa noche corrió por sus venas un veneno amargo. Heridas enlosadas, y la paciencia se agotaba por momentos. No podía mirarse en el espejo, pero acarició la piel de su cara con la yema de los dedos, intuía los huecos que habían dejado las noches y también los días. Observó su cuerpo desnudo, y de un arcón de madera sacó una falda donde no podían entrar sus caderas con facilidad. Se puso una camisa blanca desgastada, se hizo con un abrigo pasado de moda y los únicos zapatos que tenía, y se apresuró a salir hasta los patios centrales. Nadie se daría cuenta hasta la mañana siguiente. La abadesa lo entendería.
Atravesó el portón y abrió los candados que cerraban las puertas de los muros. Salió a la calle y buscó el camino que tenía que escoger, y eligió la libertad, a eso que los hombres suelen llamar destino. Mientras caminaba enérgicamente en la oscuridad de la noche, bajo un resplandor azulado, crecía un estado de esperanza, y creía que no había nada irremediable, salvo la cobardía de los hombres, o también cuando se pierden las fuerzas para seguir luchando.
Elia vivió el resto de sus días en la casa de sus padres, en un pueblo de los montes de Cantabria. Se ganó la vida haciendo tartas y dando clases de latín a los muchachos del pueblo. Llevó una vida simple y tranquila que ella misma eligió.
Aprendió que hay libros buenos y libros malos, y que el olvido es el mejor de los castigos y nuestra mejor arma de defensa para empezar.
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