El último marañón

El último marañón

La brisa formaba unas pequeñas olas que rítmicamente se alejaban buscando las orillas de aquel río desmesurado. Navegábamos alejados de la costa para evitar el ataque de los indios de estas tierras, que durante los primeros días no habían dejado de acosarnos. Por contra, el hambre y la disentería fueron diezmando la balsa, en la que sólo dos hombres seguíamos con vida.

Éramos más de trescientos cuando partimos, sin contar a esclavos y sirvientes. Trescientos hombres curtidos en la guerra y en la necesidad, al mando de un incapaz, un pusilánime abandonado a los deseos de su amante. Se hablará sin duda de la crueldad con que, supuestamente, nos empleamos en su derrocamiento. Es fácil hacerlo desde la comodidad de la Corte o el lujo de un palacio en Lima. Lo cierto es que nos vimos obligados a acabar con su vida, como única forma de salvar las nuestras y poder llevar a buen término la expedición, con la que todos nos habíamos juramentado. Solo siento de aquellos tristes, inevitables acontecimientos, el haber depositado mi confianza como sucesor en otro desmañado. Tanto así, que no pasaron muchas jornadas antes de que el descontento cundiera entre los hombres. La confianza que ellos en mí mostraban fue lo que me decidió a dar el paso, ofreciéndome a sustituirlo. Lo que pudiera haberse realizado sin violencia se convirtió, por la cerrazón del derrocado y de los pocos fieles que aún le quedaban, en un nuevo baño de sangre que habrá hecho empeorar, sin duda, nuestra ya comprometida fama.

Trescientos españoles, decenas de esclavos y cientos de sirvientes. Dos bergantines, barcazas, canoas… una pequeña flota con la que conquistar El Dorado. Y de todo aquello solo quedamos dos hombres y esta pequeña balsa, a la que nos aferramos en nuestra convicción de seguir adelante. Nunca fui hombre que guste de perder el tiempo volviendo sobre el pasado, pero frisando en los cincuenta, no puedo evitar recordar todo lo que he tenido que enfrentar desde que saliera del valle que me vio nacer, al otro lado del mar. Si algún pesar me queda, es el de haberme visto obligado a quitarle la vida a mi propia hija, a quien tanto amaba, consciente de que la lujuria se había adueñado de su voluntad, arrojándola en brazos de cualquier ruin.

La ciudad surgió de entre la bruma, sin previo aviso. El sol se reflejaba en sus muros con un brillo áureo que dañaba la vista. La imagen quedó grabada en las pupilas de Nuño mientras le apuraba la vida con mis manos. Cerré sus ojos y grité, en voz alta y clara: “Soy Lope de Aguirre, el Peregrino. Tomo posesión de estas tierras de El Dorado en mi único nombre y beneficio, pues por ellas di muerte a cuantos soñaron arrebatármelas”.

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