LA VOZ

Era verano. Hacía varios días que me había mudado de casa. Vivía ahora en un barrio viejo de la ciudad. La calle era estrecha y con edificios antiguos y otros nuevos.

Por la ventana abierta de mi habitación entraba, además del sofocante calor, el ruido del intenso tráfico que circulaba por una calle paralela, y una voz de hombre adulto que se colaba por la mañana muy temprano y por la noche, cuando la luna y las estrellas copan el cielo.

Esa voz me llamó poderosamente la atención, quizás porque me sentía sola en aquella inmensa urbe y me trasmitía algo de calor humano, con esa manera de arrastrar las silabas, consiguiendo que su voz sonara muy dulce y alegre. Lo que decía este hombre eran estas frases cortas y amables, que repetía varias veces y siempre eran las mismas: “¿Qué haces Samuel? No corras tanto, cariño, que luego sudas. Una vuelta más y nos vamos a casa.” Dirigidas, pensaba yo, a un niño.

Yo imaginaba a este niño de corta edad y muy obediente, pues jamás le escuché un llanto, rabieta o grito fuera de tono. Tampoco le escuché hablar, así que debía de ser de corta edad.

Digo, imaginaba, porque, cuando me asomaba a la ventana, sólo atisbaba a ver la espalda del hombre entrando en el portal de su casa, que estaba al lado del mío.

Era un hombre vestido siempre con un chándal, que me parecía a mí, debía darle un calor insoportable en verano.

El edificio donde vivía ese hombre tenía un aspecto deplorable. De tres plantas,con una fachada que necesitaba varias capas de pintura. Era una de esas casas que sobreviven entre dos edificios de nueva construcción y un día son demolidas o se caen por si solas. La última opción parecía que iba a ser el destino final de la casa.

A uno de los balcones con macetas de geranios se asomaba el hombre, que tenía una cara amable igual que su voz. Pero al niño no alcanzaba a verlo nunca.

Pasaron los días, y la voz del hombre lejos de incomodarme me hacía compañía y a la vez me intrigaba, pues cavilaba sobre cómo sería la vida de ese hombre. Por donde vivía, no había tenido suerte en la vida, pero, sin embargo, su voz denotaba que era feliz. Sin duda el niño era quien le daba esa felicidad que trasmitía su voz

El verano pronto iba a tocar a su fin, y yo no había conseguido ver al acompañante del hombre. Parecía escabullirse cuando yo me asomaba a la ventana. Hubo incluso días en que hice guardia en la ventana unas horas antes de la hora en que solía escuchar la voz, pero sin resultado óptimo. Hasta que un día, hablando con mi vecina, una mujer mayor que llevaba toda la vida viviendo allí, me dijo entre risas que el hombre que yo escuchaba todos los días no se dirigía a un niño, sino a un perro.

Se me quedó cara de tonta, pero no podía creerlo hasta no verlo. Pues esa voz era demasiado cariñosa como para estar dedicada a un perro. Aunque sé que hay personas que sienten por sus mascotas más cariño que por sus semejantes, esa voz trasmitía demasiado cariño.

Pero así era. Un día, esperé en la calle a que saliera el hombre de su casa. Con su voz acostumbrada se dirigió hacía un delgado y joven perro, sin raza definida, que se movía solícito y con aire desgarbado y juguetón. Cuando pasaron por mi lado, el perro se acercó a mí. Le acaricié la cabeza y le susurré con inmensa dulzura:”Buen chico, Samuel.”

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