La marea de críticas no se hizo esperar el día que lo inauguré con un comilón a puerta cerrada para mis familiares y amigos pero simplemente me valió queso y, literalmente hablando, los mandé a freír espárragos. El negocio tenía su karma negativo porque fue de un ex inquilino quien tuvo ahí un restaurante bar oaxaqueño que nunca pegó. Me gustaba, de vez en cuando, irme a echar tres o cuatro, máximo cinco, caballitos altos de los de dos onzas de mezcal minero (el más puro y fuerte de todos ellos) acompañado con sus rodajas de naranja con sal de gusano, cual se debe. ¡Bien! Pues es el caso que cuando en tales ocasiones ya iba terminando el tercer caballito ya había contado un mar de historias de lo que me ha tocado en suerte presenciar, y hasta protagonizar, en mi vida y me había confesado absolutamente todos mis pecados, veniales y mortales. Igual que “Don Corleone”, en El Padrino, juro por el alma de mis nietos (no tengo ninguno, ni hijos o esposa siquiera ) que ningún psicólogo, psiquiatra, desarrollista o estudioso de la conducta humana ha obtenido tanta información sobre mi en tan poco tiempo como aquél improvisado cantinero. Luego venía, cuando andaba yo con los primeros sorbos del cuarto caballito, un prolongado período de silencio y reflexión, mi maestro de budismo hubiese estado muy orgulloso de mi ante semejante ejercicio de introspección y así acostumbré algunas veces cada semana. Por eso en cuanto el ex inquilino me comunicó que había quebrado como ejote y tomé la arriesgadísima decisión de tomarlo yo le puse por nombre El Confesionario, y hasta tuve la loca idea, que nunca consumé, de instalar ahí un confesionario con sus portavasos tequileros y cerveceros para que mis clientes pudieran ir a expiar sus culpas y echar de su ronco pecho todo lo que tuviesen que aventar pa fuera. ¡Ah cómo soñé con eso! Pero sí me puse la estola y confesé conciencias detrás de la barra mientras servía los tragos. La pura idea ya me divertía bastante. Así pues, no faltó el parroquiano que de vez en cuando llegara a echarse sus buenos tragos en la barra y aflojar un poco la lengua, hubo uno que trabajaba en un programa de Radio UNAM con Marcelino Perelló, el famoso rebelde del 68 que se enorgullecía de haber violado a muchas mujeres jactándose incluso de que, según él, «a algunas les gustó». Mi cliente, comunista desde la más tierna infancia, pero absolutamente ignorante de lo que el comunismo es y representa, se declaraba un admirador incondicional del violador ese. No faltó tampoco quien presumiera de ser un hábil carterista en el metro capitalino, «noble oficio» que con esmero le enseñó su señora madre y tampoco quien llegara todo golpeado porque su concubina le propinaba severas madrizas por no cumplir adecuadamente sus deberes en la cama y lo amenazaba con conseguirse a otro que sí supiera cómo y diera buena batalla. Me da penita continuarle. FIN.
FIN.
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