La calle pica un poquito hacia arriba, sólo se puede aparcar en un lado, no siempre ha sido así, pero ahora sí, antes éramos un poco más libres para casi todo, Mamá nos daba una voz desde la ventana de la cocina para entrar a cenar y replicábamos por un ratito más, siempre solía contestar con un no te lo digo más veces…
La calle tendrá ciento cincuenta metros, no más, desemboca en un aparcamiento un poco más ancho que no tiene más salidas, da al parque, en el centro del aparcamiento jugábamos a la rayuela. En el parque, sobre todo recuerdo que recogíamos la munición, unos tomatitos rojos que crecían en los arbustos, entre carteles de respete las plantas abrasados por ser las dianas de nuestros tirachinas.
La llovizna roza tu cara de forma casi imperceptible, el gris del cielo y el olor del asfalto, bañado por las finas gotas, te gusta. Subes la cremallera del abrigo y metes tus manos en los bolsillos, resguardándolas del frío. Respiras con fuerza varias veces tratando de limpiar tus pulmones, pero tan pronto como tus dedos palpan la cajetilla, sacas un cigarrillo y lo enciendes. Tus pensamientos son tan grises como la noche, tienes la sensación de ir consumiéndote sin conseguir nada de provecho. Cada vez más ahogados en los quehaceres del día a día, más hundidos en los lunes, los martes, los miércoles…Es entonces cuando vuelven a tu cabeza los chicos, sus vidas y sus historias, sus familias, vuestros ratos juntos, lo que os une… La calle a la que has vuelto años después.
Achinas los ojos y tratas de hacer memoria, y a medida que te recuerdas, tu cara dibuja una sonrisa furtiva. Allí ha jugado el Atleti de Schuster y Futre contra el Madrid de Butragueño y Michel, y vuelve a tu cabeza un penalti que tiraste pegado a la alcantarilla que hacía de poste y que Buyo, tu amigo Rafa, no pudo parar, y el Calderón se volvió loco desde aquella desierta acera abarrotada donde Rebe aplaudía.
Inspiras con fuerza y te invade el mismo olor a arizónica de antaño, esbozas una nueva mueca de complicidad con todo lo que te rodea, y como si los pudieses sentir, allí están a tu alrededor, Dani, Miguel y Rafa, y tú. Erais entrenadores al mando de las mayores estrellas futbolísticas guillotinadas en chapas de cerveza. Erais Induráin, Chiapucci, Lino y Bugno subiendo el alto de la cruz de hierro o como sonaba en la tele, el Col de la Croix de Fer, pedaleando a golpe exhausto de cadera en aquellas BH insufribles. Miguel cerraba a Rafa para que Dani no quedara el último, yo solía ganar por entonces, no sé si me dejaban. Aquí, en nuestra calle, jugó Jordan, Larry Bird, Magic y un tal Dominique Wilkins que machacaba el aro que daba gusto. La cuenta atrás, 3, 2, 1… nunca os impidió jugaros el triple definitivo desde aquella línea de tres pintada con tiza.
Un viento similar al de entonces se mete a través de los ropajes haciéndote estremecer, estas tontorrón y lo sabes, la misma tenue luz de las farolas te han visto correr tantas noches por rebasar la hora impuesta. Y escuchas nítidamente las voces de las chicas, Rebe, Patricia, una tal Eurídice con la que bailaste por primera vez en tu vida y que ya casi no recuerdas, el escalofrío se hace frío definitivamente. A tu cabeza ha vuelto la abuela Daniela, no era la abuela de ninguno de nosotros, pero así la llamábamos, vivía en el doce, y una casa más abajo, en el catorce, estaba la casa abandonada, la llamábamos así porque no vivía nadie, nos colábamos dentro para jugar en el patio a marido y mujer. Fantaseábamos con echar la puerta abajo para ver cómo era aquella casa por dentro. No te gusta ver que ya hay inquilinos. Dios, cuánto tiempo llevabas sin pasar por aquí. Así éramos nosotros y así era nuestra calle.
Te sientas en el banco del parque y sabes de antemano como es esa sensación, ocupas justamente el lugar donde te sentabas, abajo, en la parte derecha, pues eras de los pequeños y te daba miedo sentarte arriba, siempre pensaste que caerías para atrás. Arriba se sentaban los mayores. Y una conversación vuelve presta, una discusión entre Miguel y Rebeca sobre la película que volvíais de ver en el cine de verano. Rebe estaba convencida de que Vivien Leigh no estaba enamorada de Clark Gable, y todo por ese estúpido bigote que llevaba, Miguel por el contrario decía que Escarlata jamás se enamoraría de nadie porque sólo amaba su calle, su tierra roja de Tara. Y creo que ahora le entiendo, un poco al menos.
Sientes que hace demasiado poco que dejasteis de ser niños. Y te das cuenta, una vez más, de lo deprisa que transcurre la vida. Sin percatarte de que a tu sonrisa han ido a parar dos lágrimas que invaden las comisuras de los labios, su sabor hace mella, es la mezcolanza de la añoranza y la alegría, por haber vivido una infancia feliz, a pesar de todo, a pesar de que la pátina del tiempo todo lo viene a oxidar.
Algunos nos casamos, tuvimos hijos, otros, solteros, marcharon lejos. Nada parece lo mismo y sin embargo todo está igual, miras las puntas de tus zapatos helados con la cabeza gacha tratando de escapar de estas dichosas musarañas nostálgicas, entonces una mano se posa en tu espalda, es Ramón, el padre de Daniel, te dice que pases a su casa, que Carmen ha hecho café, y aceptas contento de volver a verle, aunque muy viejo.
La lógica del café con leche te escupe poco a poco a la realidad y aunque tratas de resistirte es inútil, allí estabas seguro, allí en tu calle todo era más fácil. Y tus ojos se van a una foto que tienen en el salón, allí estás tú, con tus amigos, sois vosotros, pero no, ya no sois los mismos.
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