¡Vamos, pesadas! Cuchicheó Olga impaciente. Desde el otro lado observaba a las dos hermanas que dudaban en saltar.
-Es que está muy alto –gimió Elena, después de sentir en la espalda el codo de su hermana.
-¡Venga salta ya! Le urgió Gabriela.
La pequeña sacó una pierna por la barandilla y con rapidez cruzó a la terraza de la otra casa. Gabriela la siguió también con agilidad, los kiilos que le sobraban no le restaron ligereza en esta ocasión.
La tres se miraron satisfechas al estar juntas en la terraza de la casa fantasma. Muchas veces habían observado desde las escaleras del patio el edificio de enfrente, preguntándose cómo sería una casa tan señorial en comparación con la suya, pequeña y modesta.
El edificio donde vivían era bastante singular, no se parecía a ninguno de los de su calle, situada en el Barrio del Carmen, casi al lado de Ventas. Tras el portal una escalera llevaba hasta el piso superior, allí vivían Pedro con su mujer y los tres hijos del matrimonio, tres niños más pequeños que ellas y muy extraños, con los que tenían constantes enfrentamientos.
En el portal vivía Mari Cris, que había nacido allí mismo, y que estaba sola desde que su madre había fallecido algunos años antes. Mari Cris era una mujerona de unos cuarenta años, bastante histérica y que se creía con derecho a mangonearlas porque las conocía desde que nacieron.
Después había una puerta de cristal que separaba la entrada del edificio, la zona noble por así llamarla, del patio donde estaban sus casas. Nada más entrar a él, a la izquierda, había un cuartucho que utilizaban unos vecinos para guardar sus enseres de trabajo. A la derecha un piso vacío, que unos años después alquilaría una mujer separada con su hijo.
Entre esta vivienda y sus casas, existía un pequeño patio que se utilizaba como tendedero común, a su lado, las escaleras que subían a la pequeña corrala donde había dos viviendas ,una de ellas vacía, y la otra ocupada por un matrimonio, él de Ciudad Real, alto y delgado como un junco y muy callado, y su mujer una mujercita de Jaén, con una lengua tan afilada como corta era su estatura. Con ellos vivía un primo del marido, el Sr. Andrés, simpático y dicharachero, que en las tardes perezosas de verano, jaleaba a las niñas para que cantaran y bailaran, dándoles algunas pesetillas de propina. Por allí era por donde habían accedido a la casa fantasma, ya que la galería de la corrala estaba pegada a la terraza del otro edificio.
Y debajo de estas viviendas, las dos puertas que conducían a sus casas. Casas modestas y pequeñas, un comedor al que se accedía nada má sabrir la puerta, dos habitaciones, una pequeña cocina y un patinillo. En casa de Olga habían instalado un pequeño aseo en el patinillo, en casa Elena y Gabriela no. Su aseo estaba saliendo de la casa, en un alto que había en el patio. Aunque habían puesto una ducha, generalmente solo se utilizaba en verano, el resto del año se lavaban en la cocina con un barreño de latón.
Las chicas observaron el patio desde las alturas, y cuando comprobaron que nadie las observaba, se decidieron a entrar en la casa fantasma.
Las tres estaban asustadas pero ninguna de ellas lo reconocería jamás. Comenzaron a entrar en las habitaciones, donde muebles y enseres se encontraban cubiertos de polvo y telarañas.
Cotillearon todo lo que encontraban a su paso, viejos libros, cuberterías roñosas, algún juguete inservible, hasta que llegaron a una habitación donde reposaba un teléfono. Era negro, grande y pesado y el encontrarlo les produjo una gran excitación. En sus casas no había teléfono, cuando había que hacer alguna llamada se acercaban al bar más cercano. Se miraron esperando que alguna iniciara algún movimiento, hasta que Olga exclamó:
-¡Vamos a llamar!
-¿A quién – contestó Gabriela- No conozco a nadie que tenga teléfono.
-¡Llamemos a la policía! – propuso entusiasmada Olga.
-¿Y que decimos? –preguntó Elena con ingenuidad.
-¡Ya verás! –dijo Olga, tomando el auricular y marcando el 091.
Las dos hermanas acercaron sus cabezas a la de Olga, y las tres esperaron impacientes hasta que descolgaron y una voz al otro extremo del cable contestó.
-Policía, dígame.
Olga gritó al auricular -¡Socorro, policía que me matan! Y colgó el teléfono.
Gabriela y Olga se miraron y estallaron en una carcajada, la pequeña no sabía si reír o llorar.
-¿Y si vienen a ver qué pasa? –Dijo asustada.
-¡Es verdad! Tenemos que irnos ahora mismo –contestó Gabriela-¡Venga, vámonos!
Salieron a la terraza, pero uno de sus vecinos estaba en el patio.
-Por aquí no podemos bajar, si nos ven se nos cae el pelo-dijo Olga- Vamos a bajar las escaleras.
Salieron corriendo hacia la planta baja, y al pasar por una de las habitaciones, la sombra de una cortina asustó a Elena que gritó desesperada -¡Un fantasma, aaaah!
Ninguna de las tres se paró a comprobarlo, habían oído suficientes historias de miedo para no dudar que aquello era un fantasma. Bajaron en tropel las escaleras intentando cada una ser la primera en llegar a la puerta.
Cuando llegaron a ella, seis pares de manos buscaron el cerrojo consiguiendo abrirlo.
Salieron al caluroso día de Agosto, la calle estaba vacía a esa hora de la siesta, y suspiraron aliviadas. Regresaron a su portal, y se sentaron en la penumbra de las escaleras, en silencio.
Transcurrieron unos minutos así hasta que Gabriela les soltó.
¿Y si vamos a ver al fantasma?
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