Si alguna virtud poseía mi madre en medio de sus amistades, fue la de ser respetada en la calle donde vivíamos. A escondidas, contados vecinos se burlaban por su asistencia a misa, ella lo sabía. En esa foto de cuerpo entero se le puede notar su ascendencia mestiza. Mostraba su donaire y personalidad al saludar. El vestirse para ir a misa la transformaba. Seleccionaba meticulosamente en su ropero el traje más elegante para la ocasión. Aquél viaje realizado a la isla de Trinidad y Tobago, a sus diecisiete años, la hizo diferente; el perfume fue uno de sus hechizos. Debo decirlo, la ropa interior importada y su cartera nueva no podían faltar, una formalidad que cumplió al pie de la letra. ¡Cómo no recordar aquellas misas leídas y cantadas en el viejo latín! Cuando salíamos a la calle, me tomaba de la mano. Se inquietaba cuando le preguntaban algo de mí; suspendía la conversación. Una manera de respetar mi presencia. De tanto andar con ella, llegué a conocer sus gustos gastronómicos, el amor a Dios, y la dedicación por las rosas rojas. En mi familia se hizo norma que los niños al cumplir los siete años de edad, y al aprender las primeras letras y escribir debían prepararse para realizar el sacramento de la primera comunión. Sin preguntarme nada, decidieron un día llevarme a la iglesia San Nicolás de Bari para que iniciara las lecciones del catecismo. La gran obsesión de mi madre durante toda su vida fue inculcarnos el deber de estudiar. “La mejor herencia que puedo dejarles, es el amor por los estudios” decía. Por las noches me sentaba en sus piernas, y debajo del farol de la luz de la calle Igualdad narraba de memoria pasajes de la biblia. Lo hacía con tanta precisión que no dudé en pensar que había visitado ese lugar del medio oriente. Ella fue autodidacta en la cuestión de enseñar la religiosidad. Hacia uso de las imágenes de la biblia para demostrarme la veracidad de la imagen. Mis ojos se iban detrás del rostro de aquellas personas, sus vestidos y la curiosidad de saber dónde quedaba ese lugar. Mi familia era relativamente pequeña. Mi madre y sus cuatro hijos, dos hembras y dos varones. Mi padre nunca ancló en casa. De esa relación tampoco se hablaba. Mamá no era persona de gustarle salir en fotografías.Pocas veces, acompañaba a las familias que nos frecuentaban de Caracas o el estado Zulia a un paseo por las playas. De un año a otro, y sin darnos cuenta, las primeras fotos empezaron a entrar a la casa con estas familias; nunca les faltó una cámara fotográfica. En todas las fotos del grupo aparecía yo, sentado en el suelo, por ser el más pequeño. El tiempo pasó como un galope del viento y la gente también; mis ojos fueron testigos de la nostalgia.
¿Se acuerdan de la Sra. Lala? Una morena cariñosa; medía uno ochenta de estatura. Siempre estaba sentada con su jugo de frutas en la mano. Ya murió. Según tenía un problema en el corazón; después supe que vivía de hacer vestidos de novia. La única vez que mamá se dejó retratar fue con la Sra. Lala. Ella la animaba: ¡Vamos Sra. Martina, vamos a visitar a la Virgen del Valle! Al salir de misa se tomaban una foto en familia, y así se repitieron las vacaciones por diez años consecutivos. La primera cámara fotográfica profesional que vi, la tenía el Sr. Higinio Cova; no era fácil tener una cámara de ese tipo. Su precio era incalculable. Se acercó a mi casa por intermedio de un amigo. Al pasar el tiempo se fue enamorando de mi segunda hermana. Las reuniones de fin de año en mí casa se registraron y guardaron, gracias a la amabilidad del Sr. Cova. Se copiaban las fotos en blanco y negro en los laboratorios Kodak. Llegó el día esperado por mi madre: mi primera comunión, acto apoteósico. Luego, las fotos con el cura, mis amigos de escuela y mi familia. Yo había estado en la misa con mis otros compañeritos, de allí pasamos a un lugar reservado entre familias y compartimos ese día santificado. Una mesa con mantel blanco y flores: uvas, manzanas y una bebida achocolatada. Aún me pregunto cómo hizo mi madre para que vistiera de flux negro, corbata, unos zapatos Rex y un bolígrafo Paper Mate dorado en mi bolsillo. En la mano derecha,una vela blanca que representaba el alma; y en la otra mano, un libro misal muy pequeño, que permanecía entreabierto y sostenido por unos guantes blancos. Esa foto permaneció perdida por más de quince años. Informo a los olvidadizos que los derechos de autor son del Sr Higinio Cova.
Culminé los estudios de secundaria en mi estado natal e ingresé en la universidad en otro estado del país. La casa de mi segunda hermana fue siempre hospedaje y lugar para encontrarnos; los viajes a las playas eran frecuentes. Uno de esos días me senté en la mecedora; vi el estante y decidí bajar los álbumes. Ojeaba una y otra foto, y me reía. ¡Nosotros ya no éramos los mismos! Seleccioné algunas de interés sentimental para llevarlas conmigo; en el álbum de tapa blanca encontraría los años perdidos. He aquí la FOTO que tanto buscaba.
Me levanté de un envión y le llevé a mis amigos, el hallazgo. La memoria cómplice me regresó a la infancia. Claro, había sido el cuarto domingo del mes de julio del año en curso. Ahora estábamos los dos con el reloj detenido. Del lado derecho; mi madre, con su mirada trashumante y su bendición permanente. Mi infancia elegantemente en traje formal; al fondo, un sofá rojo individual y un tocadiscos marca Phillips, donde los discos de acetato retumbaban en la sala a 38 rpm. Fui a saludar a los vecinos casa por casa y recibí besos, abrazos y bendiciones. Llenaban mis bolsillos de monedas para desearme suerte. Al fondo, un pasodobles con la música de la orquestaBillos Caracas Boy´s
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