A veces paso por delante de la casa. Siempre veo a una niña sentada en el umbral de la puerta. Es una niña pequeña de cabello negro y rizado y sonrisa inocente.

A medida que me aproximo, la figura de la niña se desvanece. Es entonces cuando me doy cuenta de que la niña no estaba allí. Era solamente fruto de mi imaginación. Esbozo una leve sonrisa. ¿Como puedo haberla visto tan nítida, tan real?.

Me emociono y un escalofrío recorre mi cuerpo por la sensación sentida durante décimas de segundo.

Otras veces paso por la parte posterior de la casa. Por donde recientemente se han abierto nuevas calles allí donde antes habían huertos de naranjos que pintaban de verde el paisaje y en primavera impregnaban el ambiente de un sutil aroma a azahar.

Miro hacia arriba, no puedo evitarlo, aquella casa tiene imán para mí.

Veo a la misma niña correteando por la terraza mientras la tía tiende la ropa.

Inclina su pequeño cuerpo por la barandilla, me mira y sonríe. Después sale corriendo, saltando, riendo…¡feliz!

A veces la veo asomada a la ventana de la buhardilla. No puedo ver el interior, pero no importa, lo guardo fresco en la memoria.

Puedo ver aquella estancia libre de muebles y libre de habitaciones, con una ventana en la parte anterior y otra en la parte posterior.

Solamente algunos enseres depositados cuidadosamente en algún rincón, esperando tal vez el momento en que, de nuevo, se les pueda dar utilidad.

Allí la niña corre de un lado a otro riendo, siempre riendo, siempre feliz.

Puedo verla a veces en el balcón, sentada en el suelo mientras observa a la gente que pasa por la calle en su ir y venir.

En el interior, la tía está ocupada en sus labores, sentada frente a la máquina de coser. En la radio suena alguna canción.

En un rincón, un catre espera la noche para darle calor y confort a algún cuerpo cansado por el trabajo.

La casa es pequeña, muy pequeña, pero consta de cuatro alturas. Para la niña es tan inmensa como un castillo, su mundo, allí donde ella es la princesa, allí donde vive las horas más felices de su infancia…

Una vez más vuelvo a pasar por la casa. Como siempre, nada más doblar la esquina, mis ojos buscan el umbral, buscan a la niña. Sé que no está, por eso sonrío y acelero el paso.

De repente escucho que me llaman. Es la actual propietaria. Ella sabe de los vínculos que me unen a esa casa. Yo le hablé de ellos.

Me invita a que entre. Tengo prisa, siempre tengo prisa. Pero no puedo, no obstante, dejar perder esta oportunidad.

Una mezcla de emoción y de nervios se apodera de mí. A la vez, otra mezcla de sorpresa y decepción echa a fuera los primeros sentimientos.

La casa está totalmente reformada. No se parece en nada a cómo era, a cómo yo la recuerdo.

Han derribado las paredes de la planta baja dejando un espacio único.

Así, sin muebles, sin paredes, me parece mucho más pequeña.

Hacía casi treinta años que no entraba en la casa. No he visto nada de aquello que había, pero, automáticamente, se ha activado el botón de mi memoria y lo he visualizado todo. Tal como era.

He visto a la izquierda la puerta que daba acceso a las escaleras, las cuatro sillas y la mecedora que hacían de recibidor, el arco que lo separaba del comedor, la mesa, la despensa que había aprovechando el hueco de la escalera, las dos alacenas a la derecha, una con puertas de cristal de doble hoja y otra de una sola hoja de madera.

He visto a continuación la única habitación que había en la planta baja, con su puerta corrediza. La mesa plegable de doble hoja a la derecha, con una cesta de cristal tallado como única decoración.

Después he salido al corral. A la izquierda estaba el banco con el fogón de plato donde cocinaba la tía y un armario pequeño con su olor particular a especias.

He visto a la tía cocinando aquel arroz caldoso que le salía tan bueno, espectacular.

Allí estaba la niña. La he visto de nuevo. Ahora estaba subida a una silla cerca del fogón viendo cocinar a la tía y observando a los caracoles dentro de aquel recipiente con agua y sal saliendo del caparazón intentando escapar.

La niña sonriendo, convencida de que verdaderamente salían del caparazón por que la tía había conseguido engañarlos contándoles aquella historia de que se iban de excursión con ella.

A la derecha una pequeña pila que la tía utilizaba de lavadero y el aseo al fondo…

Hoy volví a pasar por la casa. La niña, desde el umbral me sonreía.

Antes de que su imagen se desvaneciera, me pareció escuchar su vocecilla que me decía:

“¿Dónde vas tan de prisa? Espera, dile a la vida que espere. Atrapa este momento. Vuelve a ser la princesa de este castillo. Sigue corriendo, saltando, riendo…¡feliz!.”

Le sonreí y seguí mi camino. Consciente de que, en aquella casa quedará por siempre atrapada la imagen de aquella niña de cabello negro y rizado y sonrisa inocente.

Entre las paredes que vieron pasar los momentos más felices de la vida de esa niña para la que, aquella casa pequeña, era como un castillo en el que ella era la princesa.

El corazón tiene la facilidad de guardar para siempre todos los mejores momentos de una vida, y una mirada, el privilegio de hacerlos revivir de su letargo.

PAQUI CAYO GIL

(las imágenes pertenecen a la comarca del Matarraña)

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