Alejandro llegó a convertirse en un hombre de éxito. No fue cosa de la fortuna, y menos de la noche a la mañana. Trabajó duro durante años.

Empezó como asesor financiero, autónomo. Lo cierto es, que siempre le había gustado ser él quien mandara sobre sí mismo. Su negocio, llegado a un punto, se expandió. El sector inmobilario estaba en auge. Se movían grandes cantidades de dinero ––el negro volaba a mansalva––, y por lo cual, decidió que era el momento de expandir su asesoría a otros campos. A todas luces era un tío de altas miras y, siempre había rondado por su mente esa inquietud de evolucionar y adaptarse a los tiempos y demandas que exigía mantenerse en la cumbre del iceberg. Después de muchos años ––desde que su buen amigo Alejo le propusiera hacer una sociedad––, creyó que había llegado el momento. ¿Qué mejor socio que un buen amigo de toda la vida y abogado? Pues llevaba largo tiempo pensando en hacer inversiones en el sector inmobilario. La burbuja se hinchaba de manera demasiado suculenta como para mantenerse al margen.

Alejandro siempre disponía de tiempo para todos: clientes, empleados, amigos…

Cuidaba de su gente, con lo cual, un empleado contento daba mayor y mejor rendimiento. Los invitaba a comer en restaurantes. Si los beneficios superaban las expectativas les entregaba un sobre por debajo de la mesa. Para cualquier problema, ahí estaba el bueno de Alejandro. Un modelo de jefe que no existía, al menos en los tiempos que corrían. Su socio Alejo lo apodó: Alejandro Manso. Sin duda, se había convertido en un hombre de éxito. Sus ingresos millonarios y fama daban buena cuenta de ello.

Pero entonces el sector inmobilario comenzó a desmoronarse. Urbanizaciones y construcciones paralizadas. Constructores y promotores arruinados. Caída en picado. Pérdidas. Proveedores y trabajadores reclamando su dinero. Sus empleados ––cría cuervos y te sacarán los ojos––, incapaces de sacrificar un mínimo para sacar la empresa a flote. Deudas. Primeros embargos. Alejandro con la mierda hasta el cuello y nadie ofrece un mínimo de ayuda.

Surgen remordimientos por su desmesurada generosidad. Debería haber guardado más dinero. Su mujer no aminora el nivel de vida que lleva. Aparecen los problemas en casa ––cuando no hay pela, siempre aparecen. Alejandro para muchos ya no es ese gran tipo generoso y de éxito. Vende coches y propiedades a precios irrisorios. Insuficiente. Su mujer lo atormenta. Una chica maravillosa se había convertido en una serpiente monstruosa.

Con gran pesar, desesperado, recurre como última esperanza a Alejo.

––Lo siento, Alejandro, no puedo ayudarte. Te advertí de lo que pasaría. Casi no puedo mantenerme a flote.

––Vamos, Alejo, siempre has sido una hormiguita. Te he hecho ganar mucha pasta. Préstame al menos para el finiquito de mis empleados. Te lo suplico, por mi hija… por nuestra amistad.

––No puedo. Por favor, vete. Y si aún te queda algo de dignidad… no vuelvas.

Llega la disolución de la empresa. Empleados enfadados por la pérdida del empleo y su correspondiente dinero. ¡Pero desgraciados! ¡¿Qué más queríais de un hombre que lo ha dado todo por vosotros?!

Alejandro se derrumba, ya no sabe qué hacer. El alcohol lo embelesa, le promete que todo pasará y la gente olvidará. Nada más lejos de la realidad. Los problemas en casa aumentan.

––Esto es lo último que faltaba, un borracho en casa. ¡Vamos, un inútil!

––Por favor, Ana, no me hables así. Bastante tengo ya encima. ¿Qué quieres que haga?

––¿Que qué quiero, Alejandro…? Llevo tiempo pensándolo. Coge tus cosas y vete. A donde te parezca, pero márchate.

La cara de Alejandro se transformó en una máscara de pesar y decepción.

––¿Y la niña? ––Le costó pronunciar.

––Para qué seguir alargando lo inevitable…

Compungido, Alejandro salió por la puerta con sus cosas. Laura, su hijita de siete años, lo detuvo una última vez.

––Papi, toma ––se trataba de un colgante de La Bella y la Bestia.

Pasaron los años. Alejandro ya era otra persona.

––Cinco veces cinco son veinticinco. Y veinticinco son cinco por cinco. Ya lo tengo, veinticinco, esos son los años que han pasado. ¡Exacto! Cuarenta y cinco, más veinticinco, menos cinco, suman sesenta y cinco. ¡Ha llegado el día de mi jubilación! Bien. Todo está preparado. Sólo me queda subir al puente. ¡Ay, qué gran satisfacción! Sabía que llegaría el día. Vaya, está mojada, maldita lluvia. ¡No me miréis así, idiotas, soy un hombre jubilado! ¡Ju-bi-la-do! Sí, se parece mucho a júbilo. ¡Jejeje! Ahora pasamos la cuerda… Subo un pie por aquí… Eso es, Alejandro, no dejes de agarrarte a la barandilla. El otro pie. Mmmm, la ropa limpia y…

Algo lo sacó de sus cavilaciones. Volvió la cabeza y vio una niña pequeña llorando.

––Bueno, sólo es un contratiempo, sí, ¡un pequeño contratiempo! Mi plan tendrá que esperar un poquito. ¿Por qué lloras, pequeña?

––Me he perdido.

––Mmmm. ¿Y cómo te llamas?

––Alejandra.

––¡Jijiji! ¡Mira por dónde yo me llamo Alejandro! ¿Y cuántos añitos tienes?

––Cinco.

––¡Anda, me gusta el cinco! Pues, Alejandra, haremos una cosa, yo te ayudaré a buscar a tus papás.

Alejandro decidió llevar a la niña hasta la comisaría. El contraste era algo dantesco. Un mendigo de largas barbas y alborotadas greñas vestido con maltrechas ropas, cogido de la mano de una pequeña vestida de domingo —como en su colgante. Mantenían una sostenible conversación…

––¡Ya estoy de nuevo aquí! ––Se frotó las manos de emoción––. Sólo ha sido un pequeño contratiempo. Qué fastidio ahora ponerse a llover. Ah, se me olvidaba. Po popo… eso es, el colgante bien colocado. La cuerda. Una pierna, la otra… ¡Hay suficiente altura como para ejecutar el salto del ángel!

––¡Señor Andrajos!

––¿Otra vez tú, pequeña?

––Mis papis quieren darte las gracias.

––No las merece.

Una mujer de belleza extraordinaria se aproximó a él. Sonrió y fue a hablar, mas algo que colgaba del cuello del mendigo llamó su atención. Con suavidad apoyó una mano en su áspera barba.

––Es el señor Andrajos, mamá.

––Hija… ––su voz se quebró–– puedes llamarlo… abuelo.

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