¿Quiere que le cuente como fue mi viaje?

Está bien, el camino no tiene visos de acabar pronto.

Cascotes y casquillos quedaron atrás hace tiempo. El nervioso ruido del mercado en la mañana, el repentino silencio ante la llamada a la oración, el colorido olor de las especias, los rayos de sol que se colaban por la celosía… todo esto quedó atrás mucho antes.

Quedo atrás cuando los bárbaros llegaron a las puertas y tuvimos que correr. Corrimos, nos cansamos, y con el ya lejano eco de la artillería rasgando el silencio de las caras atribuladas, caminamos.

Y caminamos, caminamos y caminamos mientras nuestras costillas se revelaban, nuestras gargantas se secaban, y nuestras carteras se vaciaban.

Sí, logramos escapar de los bárbaros, pero sólo para descubrir que más bárbaros nos aguardaban.

Le suena, ¿no?: “¿Pasaporte?”“Se lo tengo que requisar” “El de su familia también”

Perdimos nuestra ciudadanía, nuestros nombres, el último hilo que nos unía a nuestra patria. Ahora ya no éramos más que cabezas que alimentar y fumigar.

Tres cabezas, para ser exacto: Yo, mi mujer Fátima, y mi hija Sara.

Tengo aquí una foto: mire, son preciosas, ¿verdad?

Sabernos a salvo, en otro país, protegidos por esa imaginaria línea que divide a los hombres, a veces para bien, fue un alivio. La comida era racionada en los límites de la frugalidad. El agua, lo mismo. Fátima estaba escuálida. Sara, mi pequeña Sara, que entonces no me llegaba más allá de la cintura, no se quejaba, pero sus grandes ojos negros centelleaban con el brillo animal del hambre.

Como nosotros, no paraban de llegar otras personas, familias en su mayoría. No pasaron dos semanas y aquellas carpas blancas donde antes se podía uno resguardar o alimentar como si de un barracón militar se tratara, comenzaron a convertirse en un embarrado hacinamiento donde el hedor y las enfermedades ordeñaban la vida.

¿Los guardias? No, guardias no, ¡Ganaderos! Seres autoritarios y armados, que cuando las cosas se empezaron a torcer, es decir, cuando comenzaron a aparecer las primeras reyertas por las escasas provisiones, las primeras heridas, y los primeros cadáveres, en fin, cuando volvimos en rápida regresión a la caverna, no dudaron: retirada al perímetro enrejado, candado, y allá nos apañemos. La comida y el agua, por encima de la verja.

¿Cómo dice? Claro, yo quería salir. Aquello se ponía regular y Fátima había enfermado, con mucha fiebre y tos, una tos ronca que la hacía caer de rodillas.

Pero ya no éramos nadie. No teníamos nombre, ni patria, ni identificación. No llevábamos más de un mes allí y el tiempo se convirtió en algo dúctil, subjetivo. No comía demasiado, y lo peor no era eso: no todo el mundo se comportaba civilizadamente allí, como le he dicho. Fátima y Sara eran candidatas para una moneda de cambio tan antigua como la humanidad.

Arreglamos sus ropas para que parecieran hombres. Las corté el pelo yo mismo, incluso Fátima se vendó el pecho para disimularlo. Pero era un apaño, y de cerca, los grandes ojos negros que madre e hija compartían no dejaban duda alguna sobre su sexo.

No fue fácil. Apenas dormía, intenté conseguir medicinas, pero no tenía con qué pagar. Yo, ingeniero naval en Tartús, ¿qué podía aportar en aquel lugar?

Pasó una semana y la cosa iba a peor. No se si no había suministro o que el poco que hubiera estaba siendo sifonado, pero bebíamos poquísimo. ¿Sabe?

Sí, la sed me ayudó; olvidé todo aquello que la civilización me había dado y decidí centrarme en algo mucho más básico: sobrevivir a cualquier precio.

La clave dejar de enfocarme en que podía aportar, y sólo pensar en que me hacía falta.

¿Sabe? Supongo que es así como caen las civilizaciones.

Sin detalles, ¿vale?, baste decir que no estoy orgulloso de muchas de las cosas que hice antes de la revuelta, mucho menos de las que hice durante la revuelta, pero mire, logramos tirar aquella condenada valla, y volvimos a correr ¿Sabe? Corrimos, otra vez, mientras escuchábamos balas rasgar el aire a nuestras espaldas.

Y nuevamente, después de correr, caminamos. Cruzar este país tan grande no fue fácil. Caminamos tantos kilómetros, caminamos tanto tiempo…

Permítame que vuelva a mirar la foto. Deme un segundo.

Disculpe, ya está.

Para cuando llegamos a Ankara, Fátima apenas podía andar. Yo creo que era tuberculosis. El pequeño grupo en el que andábamos la quería fuera, por miedo a contagiarse. Figúrese: sin identificación de ningún tipo, huidos de un campo de refugiados, hurtando y mendigando. Puedo entender que no les apeteciera morir tosiendo sangre.

Tuve que tomar una decisión para la que no tenía opciones: ¿Qué otra cosa podía hacer? Fui al hospital y dejé allí a Fátima. La di una dirección de email, para que siguiéramos en contacto.

¿Sabe lo que recuerdo? Que cuando se la di al médico, mientras que su esquelético cuerpo se estremecía en espasmos entre mis brazos, mientras yo sentía que la vida se le iba, vi los ojos de mi hija, mirándome Vi esos ojazos negros, ahora sin brillo, esas mejillas antes rollizas, ahora macilentas, ese pequeño cuerpo, que antes vestía el uniforme del mejor colegio de Tartús, y que ahora no era salvo andrajos y jirones, y todo me hizo darme cuenta de que el largo camino que quedaba habría de recorrerlo solo.

Al médico le bastó una mirada. Yo la abracé, me di la vuelta y seguí caminando. No recuerdo si lloré. Poco importa, creo.

De aquello hace meses. La última noticia – ¿Fue hace tres meses? ¿Quizá seis? ¿Más? – Es que están en un campo de refugiados otra vez, pero sólo de mujeres: a salvo, si Dios quiere.

Ahora, amigo – ya no somos extraños, ¿verdad? -, camino rumbo a Europa: dicen que allí están dando asilo. Si lo consigo, podría traérmelas y empezar de cero, juntos de nuevo.

Mírelas. Son guapas, ¿verdad? La foto cada día está más desteñida, pero me ayuda a recordar sus rostros.

Y así, junto a ellas, sigo caminando.

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