Siempre ha tenido al toro enganchado en el alma… Hincado y con la luz cayendo sobre su espalda, Manuel termina de alisar las medias y ajustar el lazo de las zapatillas que completan el traje de luces de Emiliano. El joven lo acaricia, le sonríe, sus miradas se asocian y comulgan. No pueden distinguir quién revela a quién, porque tienen el mismo corazón. Son las cuatro y el foro está repleto.

Así fue casi cada domingo de su infancia según recuerda, por la tarde a las cuatro todos a la mesa, los compadres, la comida, la bebida y en la tele, los toros. Y cuando no, era porque las mayores y el pequeño Manuel, alías el Meño, junto a Don Manuel y Doña Guille, se sentaban directamente en la plaza, en tendido de sol. Tal vez les venía desde el bisabuelo ese gusto, esa emoción, ese, yo quiero ser…

La decisión fue contundente para Emiliano, portar una montera simbolizaba una escena crucial para, en una sola faena, montar en los cuernos de la luna los sueños de todos los Manueles de su historia por tres generaciones.

Durante meses junto a su padre, ensayó y practicó concentrado, emulando los movimientos llenos de energía, fuerza, resistencia e inteligencia, hasta alcanzar un ballet de formas y luces y sudores que les harían la tarde para llenarlo de gloria. El momento había llegado.

Familia, amigos, fanáticos y mirones emocionados y nerviosos desde la barrera, desde todas las butacas, ahogaron al unísono el quejido del ensueño dormido cuando salió del chiquero el gran desconocido, un astado llamado El Heredero.

Emiliano engalanado lanzó una última y cómplice mirada: “va por ti y por tus sueños padre” y tiró la primera tanda con el capote de brega.

Emiliano metido de lleno en el personaje y sin dejar de mirar al toro de frente y a los ojos como hay que mirarlo, por buhardilla alcanzaba a ver cómo aparecían tras cada muletazo, en cada línea curva, firme y en cámara lenta, la imagen de su abuelo emocionado hasta las lágrimas y el rostro de su padre Manuel, alías el Meño, gozando hasta el tuétano en su mundo secretamente taurino, portando él el traje de torero, lanzando oles y vivas y más oles y viva mi torero…

En el último tercio, Alicia sin salir de toriles, suspiraba entre pase y tanda poniendo el corazón.

Emiliano se ajustó la chaqueta, alisó la coleta, distendió la muleta… Con la frente húmeda y el corazón palpitante y en pleno idilio con el toro, suscitó un movimiento minúsculo, milimétrico, apenas perceptible y crepuscular. Con humildad desmayó la mano honrando la embestida del astado y, en el foro escenificando una plaza de toros, el público asomó los pañuelos blancos junto un largo oleee, pidiendo indulto para El Heredero. Indulto concedido selló el juez, el verdugo enmudeció, el telón cayó y las luces se encendieron.

Montse la hermana orgullosa, no dejaba de filmar y entre aplausos el joven se despidió por la puerta grande del teatro. Después de liberar los fantasmas de su historia, cumplía el vástago Heredero con los sueños de vestir para todos sus Manueles, un traje de luces a lo Manolo Martínez pero, sobre todo, avanzaba con sus sueños: hasta ahora su mejor escena, saliendo en hombros como un actor verdadero.

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