El día siguiente a cualquier otro

El día siguiente a cualquier otro

María se levantó sobresaltada y, como en los últimos años, con el dolor incrustado en el estómago. Era tal la angustia, que vomitó nada más entrar en el baño. Luego miró su reflejo muy extrañada. «¡Cómo he envejecido en una sola noche!» aseveró al palpar la multitud de arrugas que surcaban un consumido cuerpo que apenas hacía sombra, donde huesos, tendones y venas dibujaban su orografia.

Enfundó su enjuto cuerpo en una desgastada bata y, arrastrando los pasos, se dirigió a la cocina donde su hija la esperaba para desayunar. Al fijarse en ella apreció los genes de su difunto marido.

–Buenos días cariño. Has llegado pronto. Imagino que, como yo, no habrás pegado ojo.

–Claro, mamá; cómo voy a descansar… Venga, intenta comer algo. Te he preparado tu desayuno preferido.

–Cómo puedes pensar en comer después de…– Las lágrimas le asomaron y ocultó la cara con ambas manos–.Tengo el estómago cerrado con candado.

–Venga, intenta abrirlo; necesitas recuperar fuerzas. Por favor, hazlo por tus hijas: la que cuida de ti desde allá arriba y sobre todo por la que lo hace desde aquí abajo.

–Vale, lo intentaré– dijo resignada con un hilo de voz.

La mirada de María se escapó por la ventana, siguiendo a una golondrina que abandonaba su nido de arcilla. Tras perderse de vista en la lejanía, dio un trago al zumo, un mordisco a una tostada y un sorbo al café. Cristina, su hija, sonrió.

–Tenemos que ir a dejarle flores, unas margaritas; son las que más le gustan… le gustaban. Sé que ayer la enterramos, pero…

–Sí mamá, lo comprendo– contestó con desgana mientras recogía la cocina.

Sentada en la cama, ya de luto, mientras su hija le rehacía el moño ceniza y le daba un toque de color a unas mejillas con la palidez de una luna menguante, María apretujaba contra su pecho la foto manida de Ana, su pequeña, donde lucía un lindo vestido estampado y una forzada sonrisa el día de su graduación. Revivía su peor pesadilla, el verse asomada al balcón, con rostro desencajado, contemplando aterrorizada el cuerpo de su hija aplastado contra el suelo con aquel mismo vestido.

–Pero, ¿por qué…?– imploró con voz ahogada y clavando en el techo unos ojos antaño fulgurantes como una llamarada ahora extinta.

–Mamá, por favor, deja de martirizarte…Vamos, te sentará bien el aire fresco.

–Esto no se lo deseo ni a…– Los sollozos retornaron encaminándose a la floristería agarradas del brazo–. Cuando tengas hijos sabrás de qué te hablo.

–Sí mamá…

El dependiente abrió la puerta con excesiva cortesía y con una gran sonrisa.

–Buenos días, ¿cómo se encuentra hoy señora María? ¿Lo de siempre…?– La mirada recriminatoria de Cristina le obligó a rectificar…– Perdón, ¿qué es lo que desea? Por cierto, siento mucho lo de su hija.– La sonrisa se le borró de golpe.

–Queremos unas margaritas– intervino Cristina al comprobar que su madre vacilaba–. Creo que éstas le gustarían.– María asintió sin dejar de observar contrariada al dependiente–. Mamá, por favor, ¿me quieres atender? Venga, elige las que quieras.

María escogió un ramillete que el dependiente preparó con esmero, pagaron y salieron.

–De verdad… ¿Cómo es posible que muestren tan poca empatía por el sufrimiento de los demás…? No creo que tenga hijos, como tú, si no…

–Vale mamá, déjalo estar. No debes darle más vueltas… Venga, aprieta el paso; creo que va a llover.

Ya en el cementerio se dirigieron a la lápida de la hija de María, totalmente arropada por ramilletes de margaritas, salvo el hueco del epitafio en el que se leía:

ANA GÓMEZ PELÁEZ

1959–1977

DESCANSE EN PAZ

TU FAMILIA NUNCA TE OLVIDARÁ

María quitó el ramo que consideró más reseco, lo sustituyó por el que llevaba y comenzó a rezar en silencio. La paz la quebrantó el sonido de un móvil. Cristina, nerviosa, lo extrajo de su bolso y se alejó apresurada.

–¡Te he dicho mil veces que no me llames por las mañanas!– exclamó enfadada. Escuchó y respondió–: No, no puedo ir a recogerlos, ¡apáñate tú!– Silencio–. Lo sé, lo sé, pero esta tarde tengo que ir a la oficina… Por cierto, recuerda que Sara tiene dentista a las 7, que le ajusten los ‘brackets’ y que no se te olvide pedir gomas… Otra cosa, revisa que Samuel termina los deberes.– Largo silencio–. ¡Ahora me vienes con esas!– Esta vez no pudo contener los gritos–. Sabías de mi situación antes de casarnos, y te recuerdo que fuiste tú el que insistió en tener hijos, o sea que ahora no te hagas la víctima.– Otro silencio–. Vale, vale; ya hablaremos, ahora no es el momento.– Al comprobar que su madre no dejaba de mirarla con el ceño fruncido, se despidió–: Bueno, tengo que dejarte…– Y colgó bruscamente.

–¿Qué es ese artilugio?–inquirió cuando su hija volvió a su lado.

–Un teléfono móvil, mamá. Te permite hablar desde cualquier sitio.

–Pues vaya inventos; parecen obra del verdadero demonio. No te permiten estar tranquila ni en un sitio como éste.

–Era mi jefe; esta tarde tengo que ir a trabajar sin falta.

– ¡Pues vaya jefe…! ¿Es que no tiene corazón? ¡Qué falta de consideración sabiendo que ayer mismo enterramos a tu hermana…!– Su semblante se endureció–. ¡En estos momentos necesitamos estar juntas…!

–Lo sé mamá, pero están los trabajos como para perderlos. Y no te preocupes; comeré contigo y después te hará compañía Juanita, la del tercero. Se quedará hasta que te acuestes. Mañana temprano vendré, como siempre, a prepararte el desayuno.

Al día siguiente María se levantó sobresaltada y con el dolor incrustado en el estómago. La angustia le obligó a vomitar nada más entrar en el baño. Luego se miró en el espejó muy extrañada. «¡Cómo he envejecido en una sola noche!» aseveró al palpar las arrugas que surcaban un consumido cuerpo que apenas hacía sombra.

Se enfundó en una desgastada bata y, arrastrando los pasos, se dirigió a la cocina donde su hija la esperaba para desayunar juntas…

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