Seguíamos vagando por el sur de Islandia, en un día en el que parecía que ya lo habíamos visto todo. Habíamos visto pájaros orgullosos, esos animalillos, que no se amedrentaban si a su juicio habías invadido su espacio, que a pesar de su tamaño, tan pequeños como los mirlos, te picoteaban la cabeza cuando se sentían amenazados. Focas, esta vez sin ninguna pelota manteniéndose en precario equilibrio sobre sus narices, el hielo azul que se mimetizaba con el agua azul. O aquella pared esculpida con tantísima pericia, tan alta y esbelta, con esos dados hechos de roca y su geometría imposible, grabados al parecer por el agua que se abandonaba al precipicio como quien ya quiere irse.

Sí, Jökulsárlón había colmado todos nuestros sueños. La culminación de toda una vida pegado al televisor, a través del cual habíamos vislumbrado tantas veces las grandes llanuras pálidas, los desiertos helados, los páramos infinitos. La sublime belleza del Ártico.

No recuerdo bien el lugar. La mayor precisión que puedo ofrecer: era casi seguro un supermercado, quizás una gasolinera, en los aledaños de la omnipresente carretera 1. Uno de aquellos vikingos, ahora apaciguado y pacífico tras el mostrador, nos recomendaba que pasáramos la noche en Höfn. No por nada en especial. Era la localidad más grande por aquellos derroteros. Aunque grande en Islandia viene a significar simplemente que está equipada. Quiero decir que hay comida, algunas casas, casi seguro gasolina, un hospital, un colegio, y etcétera. Claro que no necesitábamos mucho más a bordo de nuestra furgoneta.

Entramos en Höfn a las 10 de la noche. El cielo volvía a ser el de aquel atardecer que se recreaba, se remoloneaba, incapaz de irse del todo, como quien retoza con sus sábanas al sonar el despertador. Blanca conducía despacio a través de las calles desiertas en busca de un lugar que cumpliera con los requisitos que de forma inconsciente habíamos establecido para pasar la noche. Aislado pero no en mitad de la nada. En la medida de lo posible, legal. Razonablemente resguardado del viento y de cualquier otra de las inclemencias del tiempo, que por aquellos lares no son pocas. Ya el pueblo se acababa, por cierto, detenido abruptamente por la implacable presencia del mar. Quiero decir que no había mar, pero sí estaba presente. Era evidente que el Atlántico Norte se había retirado hacía muy poco tiempo, acaso hacia lugares más cálidos donde poder descansar. En su lugar había quedado una finísima película de agua, que apenas cubría las decenas de kilómetros de tierra húmeda que se extendían bordeando la costa.

Aparcamos, sobre uno de los pequeños acantilados que se fundían después con el lecho marino. El atardecer seguía allí, al parecer sin inmutarse demasiado. Eran las 10:30. Comimos los sándwiches de turno. Salsa de tomate envasada. Queso. Algo parecido al jamón cocido. No quedaba Pepsi. Las comidas eran el auténtico problema. El presupuesto de una comida sencilla en Islandia era el de un restaurante de alto copete en Barcelona.

Y sin embargo, aquel día comprendí que hay cosas frente a las cuales todo lo que parecía importante deja de serlo. Qué importa si el pan de molde está seco. O si este sabor rancio es el mismo que el del mediodía. Alzo la vista, mis ojos atraviesan el todavía impoluto cristal del parabrisas. Qué importa, decía, si el cielo ahora se ha teñido de púrpura.

El sol se resistía a abandonar. Agarrándose a las montañas, aferrándose a la vida, como un reo en el pasillo que precede a la silla. La nieve que cubría las cumbres empezaba a adoptar tintes dorados más propios de la realeza. Las aves marinas empezaban a acudir en masa, atraídas por los insectos que habitaban la finísima capa de agua que había dejado el mar, como si se tratara de un vigilante, o un testigo, que informa a los posibles intrusos de que volverá. Ahí ya me bajé del coche, armado con la cámara que me había dejado mi padre. Entonces cerré la puerta tras de mí y, acto seguido, disparé una primera foto:

El naranja, el gris, el azul, el púrpura. Era como si un pintor hubiera empezado a hacer pruebas con su paleta, como si no tuviera idea alguna de por dónde empezar. Pasaban los minutos y seguía debatiéndose entre las distintas gamas de colores. El tipo parecía improvisar. Yo intentaba inmortalizar cada nuevo intento, cada prueba fallida.

Sin duda podía comprender la indecisión del artista. Uno podría pensar que las algas deberían ser verdes, tal vez marrones. Pero aquel azul les venía muy bien, así como el naranja a las montañas, y el dorado a la nieve. Definitivamente se había dejado gobernar por el delirio. O tal vez se había decidido a jugar, dejar que el libre albedrío mostrara sus trucos más secretos. Y seguía jugando. De vez en cuando me giraba para ver qué hacía Blanca. Todavía estaba sentada en el asiento del copiloto, ahí donde la había dejado. Creo que la invité a unirse al juego, con un ademán del brazo. Pero sé a ciencia cierta que ella nunca ha acabado de comprender estos arrebatos, estas experiencias trascendentales, casi religiosas. Yo tampoco los comprendo; momentos que se convierten en algún tipo de materia. Momentos como aquel, en el que el artista seguía jugando. Y yo seguía siguiéndole el juego. Inmortalizando su obra, con una foto.

Dos fotos.

Tres.

Incluso cuatro.

Hasta que por fin me di por vencido. Por un momento había pensado que aquella obra tendría algún límite. Que el artista, al otro lado de las montañas, terminaría por hartarse, lanzar el lienzo al suelo, romperlo en mil pedazos. Pero no se detenía. Al contrario. Cuidaba cada uno de los detalles, la riqueza de cada uno de los matices.

Volvía ya hacia la furgoneta. Blanca había desaparecido, seguramente sumida en un sueño profundo en las profundidades de nuestros humildes aposentos. Yo no podía dejar de negar con la cabeza. Quién sería aquel artista. Cuánto tiempo llevaría perfeccionado su obra. Y hasta cuándo.

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