La mesa no entraba por la puerta. Probaron de todas las formas posibles; colocándola de lado; pasando primero dos patas; poniéndola boca abajo, e incluso desmontaron el tablero, pero no consiguieron que pasara por la puerta del salón.

—Lo que nos faltaba— dijo Leandro fastidiado.

Raquel miraba el mueble y le entraron ganas de llorar. Aquella mesa la había visto en la casa de sus padres toda la vida. ¡Tantos años presidiendo aquel comedor, robusta, segura y tranquilizante!, y ahora, viéndola allí zarandeada, desarmada y magullada por los traqueteos del traslado, sentía una opresión en el pecho.

—No deberíamos habérnosla quedado, ha sido una equivocación. Esta casa no es su sitio— se lamentó sintiendo que algo atávico habían roto al sacarla de su lugar.

—Bueno, chata, es un comedor estupendo y no estamos precisamente para tirar el dinero. Todo tiene solución, no te desesperes. Pensemos un poco— dijo él jadeante, con las piernas abiertas, el cuerpo inclinado y sus brazos apoyados en las rodillas.

Raquel añoraba aquel tiempo despreocupado en el que todo parecía estar resuelto. La vieja casa tenía el halo de una total estabilidad. Sentía que las cosas estaban en su ubicación natural. Cada mueble y objeto tenían una tranquilizadora posición indiscutible asentada por el paso de los años desde la llegada a ella de sus abuelos. Ahora entendía, que había perdido su guarida, su refugio; el sitio que habría buscado si hubiera sido un animal salvaje en peligro.

—Ya sé, la subiremos desde abajo hasta el balcón del comedor con una cuerda— dijo él de pronto, sacándole de su nostalgia.

Bajaron el mueble en el ascensor, y una vez en la calle y situado bajo la fachada, Leandro le dijo:

—Voy a hablar con el conserje a ver si tiene una soga larga. Espera aquí.

Ella asintió con una mirada. Se pegó a la pared y puso su mano en una de las patas que habían quedado mirando hacia arriba, en un intento extraño de transmitirle algo de consuelo por el mal rato que le estaban ocasionando. Nunca se había fijado bien en aquellas patas, y tuvo la impresión de estar forzando su intimidad viéndola en esa posición. Recordó entonces como la gustaba de niña meterse debajo de aquel tablero y la sensación de protección y bienestar que las cuatro robustas columnas y el largo tapete bordado le proporcionaban. Sonrió con la escena de la hora de los deberes, el cobertor retirado y la imagen de Pedrito escribiendo torpe con la cara pegada al cuaderno y la lengua de lado por la concentración.

Leandro apareció al rato con un paquete de cuerda gruesa.

—Sube a casa, ata un extremo al balcón y tírame el rollo para que la asegure bien, — dijo— luego esperas a que llegue para tirar entre los dos, que esto pesa lo suyo.

Una vez arriba, miró sin perder de vista a su mesa atada, sola e inmóvil sobre la acera hasta que él llegó y le dijo sonriente:

—¡Vamos, subámosla!

Por un rato ella se olvidó de sus recuerdos y se concentró en la maniobra. Luego, mientras la pieza ascendía con lentitud, se sobresalto cuando uno de los extremos se golpeó con un saliente de la fachada y la vio girar descontrolada.

—¡Mierda, se nos va a estrellar!— gritó asustada.

Le dolían los brazos de sujetar el peso y las manos se aferraban a la cuerda tensada, alternándose después de cada pequeño desplazamiento. La idea de verla desaparecer le aterraba. Ya eran demasiadas las pérdidas; la muerte súbita de su padre; la salida de los hermanos, y el largo periodo de su madre en la residencia, sola y demente rodeada de otros seres de mente perdida.

Y mientras, la casa, cerrada y acumulando polvo en soledad.

—¡Qué pena ver todo esto así!— le dijo a Leandro la primera vez que entró para echar un ojo.

Sentía una enorme angustia al ver los testigos mudos de un tiempo feliz ahora detenido e irrecuperable. Cuando todo acabó y hubo que deshacer la casa, se puso de acuerdo con sus hermanos y se quedó con el comedor, porque después de independizarse se dio cuenta de que añoraba profundamente aquellos momentos en los que todos se sentaban allí durante las comidas, relajados y siempre alegres.

La mesa alcanzó el balcón. Las cuatro manos la levantaron, la metieron en la habitación y la situaron en el centro. Leandro fue en busca de las sillas y ella se quedó sola mirándola con cariño. Resultaba algo grande para su nueva ubicación, pero sabía que se acostumbraría y quiso creer que su poder aglutinador funcionaría otra vez con la familia que ahora iniciaba, como lo había hecho con la de sus recién casados abuelos.

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