Antes de entrar, cierra y abre el paraguas varias veces. Con movimientos secos, eficaces, extiende y pliega la tela impermeable, centrifugándola. Las gotas se dispersan en el aire húmedo de la tarde. Qué hastío, piensa confusamente, más de tres meses sin parar de llover.

La puerta automática espera impaciente, ruidosa. Las hojas entrechocan, se separan, se abrazan de nuevo. Responden a las corrientes de aire generadas por el baile cansado de su cuerpo.

Su mujer y su hija han entrado ya. Le esperan en el interior, tomadas del brazo. El retrasa el momento, fingiendo no encontrar el botón que traba las varillas de su paraguas oscuro, innecesariamente grande.

Odia estos sitios.

Hay mucha gente. Demasiada. Corrillos apesadumbrados, al menos en apariencia, susurran palabras de duelo. Ve a su sobrina acercarse hacia él, en línea recta. Arrastra los pies, hinchados por noches eternas de desvelos inútiles. Le abraza con tanta fuerza que casi pierde el equilibrio. Nota sus espasmos, primero suaves, vergonzosos, luego bruscos, descarados. Le acaricia la nuca, mientras la consuela.

—Tranquila cariño. Está mejor ahora. Tú lo sabes.

Su sobrina, sin desanudar el abrazo que parece confortarla, le entrega un cartón arrugado.

—La llevaba siempre en la cartera. Creo que te gustará tenerla— le dice.

Mira la fotografía en blanco y negro que reconoce enseguida. Él también tiene una copia ampliada en el salón de su casa. La guarda en el bolsillo interior de la gabardina, buscando protegerla de la humedad o acercársela al corazón dolorido. La vista se le pierde tras las cristaleras. Más que llover diluvia. El impacto de las gotas contra el suelo levanta pequeños cráteres. Las alcantarillas escupen el agua sucia y espumosa que se les atraganta.

Comenzó a llover a primeros de octubre. Chubascos débiles y dispersos que dejaban paso al sol, capaz todavía de enfrentarse a las nubes grisáceas. Los meteorólogos y los hombres del campo se felicitaban por esa lluvia fina que fertilizaba los campos y limpiaba el aire contaminado de las ciudades.

En octubre su hermana comenzó a quejarse. Se mareaba. Sentía el cerebro atrapado en una nebulosa que difuminaba las formas y confundía los sentidos. Es por este tiempo loco —creyeron todos—. También lo quiso creer ella.

Siente en su brazo la presión de los dedos de su mujer y el cosquilleo del pelo en su cuello. Sabe que sólo pretende confortarle, acompañarle en el duelo, pero su compasión le estorba y busca una excusa para alejarse.

Casi pega la nariz al cristal, atraído por la lluvia espesa que borra los contornos. Añora los días claros y el cosquilleo del sol en las pupilas. Hace varias semanas que las nubes se adueñaron del cielo. Los meteorólogos, confundidos, explicaban el avance de las borrascas. Los campos se anegaban.

Su hermana empeoró. Una tarde se desmayó en la calle y se reveló el tumor que se abría paso a codazos por su cerebro herido. Inoperable. Ha soñado con esta palabra cada noche desde entonces.

Su cuñado le pasa el brazo por los hombros, como él a su hermana, en la fotografía que guarda en el interior de la chaqueta y que le muestra con once o doce años. Ella más pequeña, con un par de años menos. Nos la debieron tomar en la Calle Mayor, rememora, una tarde de domingo, poco antes de ir al cine de los Agustinos. Debíamos sentirnos mayores, importantes en nuestro papel de modelos. Cómo explicar sino mi brazo sobre el hombro infantil, en un tiempo en que su compañía, obligada, era una pesada carga para mis ansías de independencia. ¡Qué lleves a la niña al cine, o me saco la zapatilla! recuerda que gritaba su madre, siempre tan explícita, cuando quería zanjar sus conatos de rebeldía.

Su madre, muerta hace ya tanto tiempo que sólo consigue recuperarla en sueños, cada vez más difusos y menos vívidos, casi en blanco y negro, como el color de la fotografía que palpa a través de la tela de la gabardina.

Primero se fue ella, tras una larga enfermedad vivida en silencio. Luego su padre, desmemoriado y vulnerable como un bebé balbuceante. Ahora su hermana pequeña.

Su cuñado mira con él la lluvia que arrecia.

—Están evacuando los pueblos del valle. Dicen que la presa está a punto de ceder. Que no consiguen estabilizar el nivel, pese a los desagües continuos. —le comenta en voz baja.

—Lo que faltaba —contesta él, por decir algo.

Se desprende de su brazo y vuelve a alejarse, ahora hacia la habitación que llena, sin querer, el cuerpo de su hermana pequeña.

La observa, pasmado, a través del grueso cristal que separa sus mundos. Apenas la reconoce en esa máscara amarillenta. —Ella todavía pero ya sin serlo— y sin embargo siente su ausencia más presente que nunca.

Su hija se acurruca solícita protegiendo su espalda y él ya no puede evitar la náusea que asciende veloz de su alma apelmazada.

—¿Sabes papá? La presa ha cedido. Me lo acaban de contar por WhatsApp.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS