El mono trepaba con sus manitas y sus pequeños pies por los barrotes de la jaula Art-Decó diseñada para un pájaro. La jaula estaba sobre una de las mesas de la cafetería. La cafetería era el único sitio donde esperar además del andén oscuro y vacío. Penélope miraba al mono. Estaban solos ellos dos y una mujer tras la barra.
—¿Te gusta? —preguntó la mujer.
En ese momento el mono se paralizó, parecía una foto.
—No sé —dijo Penélope sin dejar de mirarlo—. Da un pelín de grima.
—Me lo regaló un amigo. Un muy buen amigo.
Penélope miró entonces a la mujer. Parecía alta, llevaba el pelo recogido en un moño tirante, los labios pintados de rojo. Tenía los ojos grandes a pesar de las patas de gallo.
—¿También le regaló la jaula? —preguntó Penélope.
La mujer rió con una carcajada corta y se pasó un dedo por las pestañas. Salió de la barra sonriendo dentro de un vestido largo, sobre unas sandalias planas. Se acercó a la mesa.
—No. La heredé. Es una obra de arte. ¿Puedo sentarme contigo?
Penélope señaló una silla con la mano. La mujer se sentó.
—¿Vas a Sombra Larga por unos días o a enlazar con otro tren?
—Pues no estoy segura. Un amigo me espera en la estación… quiere darme una sorpresa, no sé qué haremos.
—¿Por qué os encontráis en Sombra Larga?
—Él es de allí.
La mujer levantó las cejas y abrió la boca como si fuera a decir algo, pero la cerró y se volvió hacia el mono. El mono comía una fresa.
—Él también es de allí —dijo mientras lo señalaba.
—Ah, sí, se parece mucho a mi amigo. A mi muy buen amigo.
La mujer se volvió y la miró como quien mira a un adversario. Penélope sintió un repeluco y se puso una mano en el corazón. La mujer golpeó la mesa.
—¿Cómo lo conociste? —dijo entre dientes.
Se puso en pié, se apoyó sobre las dos manos y se inclinó hacia Penélope, que seguía en la misma postura pero más tensa. Solo se oía al mono de barrote en barrote.
—¿A quién? —susurró.
—¡A tu amigo!
El mono empezó a dar unos grititos suaves y rítmicos, parecía un cachorro de gato. La mujer se puso recta como una farola, cruzó los brazos.
—¿Él no te ha contado la leyenda?
Penélope aflojó la mandíbula pero no consiguió decir nada. El mono olisqueaba los barrotes. La mujer parecía más alta y sus ojos más enterrados entre las arrugas. La bombilla de la lámpara del techo parpadeó.
—Los hombres de Sombra Larga están malditos —dijo.
La bombilla se apagó del todo.
—Si no sabes cómo ayudarlos, te acaban matando —siguió—. Es importante que me escuches.
Se oyó un «clic» y se acabó la oscuridad. La mujer acariciaba un interruptor.
—No vayas. Estás a tiempo.
Penélope cerró la boca, estiró el cuello, miró hacia el andén y se levantó. El mono daba saltitos intentando morder otra fresa enganchada entre los barrotes.
—Creo que va a llegar mi tren —dijo mientras buscaba con la mano el asa de su maleta.
—No, qué va. El último siempre llega tarde —la mujer se acercó y le rozó la muñeca—. Ven.
Se puso detrás de ella y la empujó con suavidad hacia la jaula, el mono roía la fresa con los ojos desencajados. Ellas avanzaban muy lento, como si la jaula fuese radiactiva. Penélope se paró de forma brusca. La mujer le apretó los hombros.
—Tienes que saber la verdad —susurró—. Vamos.
Penélope se dio la vuelta, la esquivó, fue hacia su maleta y agarró el asa con fuerza.
—Le agradezco que intente entretenerme, es usted muy amable, pero llevo todo el día de tren en tren y lo único que quiero es…
—Te estás equivocando —la interrumpió—. ¿Tampoco has oído hablar de las traspasadoras?
—¿Las traspasa qué?
—Escucha con atención, ahora sí que no tenemos tiempo: mi amigo me regaló el mono para que lo ayudara a no matarme.
Fue hacia la jaula y miró al mono, que la miraba. Penélope lo miró también y luego la miró a ella. Ella asintió. Penélope pestañeó muy rápido. Se acercó a la jaula. El mono se puso cabeza abajo, con la mirada fija en un barrote.
—Yo supe traspasarlo, lo liberé —dijo mientras se deshacía el moño—. Pero tú no sabes.
El mono dio una voltereta y se puso cabeza arriba, recto, sin dejar de mirar el barrote. Penélope estaba como succionada por los cimientos, a punto de llorar. El silencio era tajante. El tren entró tan deprisa que los frenos sonaron a diplodocus en celo. Penélope dio un grito, el mono sacó los dientes, la mujer cerró los ojos.
Casi lo pierde, pero subió al tren. Vio la luz de la cafetería menguar hasta ser un punto brillante y luego nada. La mujer miró el tren perderse dentro del enorme vacío de las noches de luna negra.
—Otra que no me ha hecho caso. En fin…
Se sirvió un chupito de Ron, mojó una fresa en él y se la dio al mono.
Penélope llegó a Sombra Larga un par de horas después. Su amigo la saludó con la mano y se acercó a ella, que ya bajaba del vagón. Se besaron con tranquilidad y fueron hacia la salida.
—No te imaginas la mujer que he conocido. Una loca total, no sé cómo la tienen en la cafetería. Y ese mono…
—¿Qué cafetería?
—La de la estación del pueblo anterior.
El amigo se sacó algo rojo de la manga, lo dejó caer y lo pisó.
—Imposible. Esa la cerraron hace años. Ocurrió algo raro allí, nunca he sabido qué –dijo.
Penélope dejó de andar, como si acabara de quedarse sin bulbo raquídeo.
—Pero…
No dijo nada más, escuchaba unos mordisquitos acelerados. Le llegó un suave olor a fresas que venía del suelo. Miró a su amigo.
OPINIONES Y COMENTARIOS