Arrastraba los pies con fuerza por las calles de siempre, conteniéndolos, encauzándolos en los carriles que yo misma había cavado. Contenía mis pasos para que no huyeran, mis pies, uno en cada dirección, y me quedara abierta en dos. En un breve descuido se me escaparon las piernas, y huyó una hacia el frente y la otra retrocedió con fuerza, abriendo un corte longitudinal en mi cuerpo. Una raja por donde pasaban el aire, la luz y la lluvia. Fue por esa grieta por donde me escurrí hacia afuera.

Salí de mi torso, de mi cabeza y mis extremidades. Yo ya no ocupaba mi cuerpo; lo supe cuando me vi delante, tumbada, abierta por la mitad, como preparada para adornar el suelo de algún fastuoso salón recibidor. Quise verme de cerca y despacio, viajarme y experimentar el desdoble, así que volví dentro de ese cuerpo mío, esta vez como visitante, como turista; y comencé a moverme a lo largo y ancho de todo mi ser. Entré y salí por las cavidades de mis órganos con la soltura que te da la intangibilidad; con la fluidez de la sangre. Escuché el rumor de mis entrañas, que corría entre las vísceras y movía las membranas. Era apenas un susurro al principio, pero fue cogiendo más y más fuerza hasta emerger de él lo que quise entender como un quejido. Lo busqué. Lo rastreé. Era mi cuerpo el que aullaba. Era yo. Era yo. Viajé por él lo más rápido que pude; fui tan veloz que me convertí en luz. Recorrí cada vena, cada nervio en mis extremidades, atravesé mi corazón por los ventrículos y perdí el rastro de mi lamento.

De pronto tuvo lugar algo estremecedor: a mi paso por delante de una pared de mucosa del conjunto de pliegues gástricos, observé de reojo lo que me pareció un bruto reflejo de alguien que se movía a la misma velocidad que yo. Me detuve en seco. ¿Podía ser yo aquella, desprendida, como estaba, de mi propio cuerpo? Retrocedí.

A ti, que te rascas los ojos mientras los paseas por estas palabras y dudas de mi juicio para no perder el sueño, te pido la más cuidadosa atención a lo que te cuento, a saber, el abandono que hizo mi cuerpo de mí, y lo que vi dentro del mismo.

Encima de aquel muro intestinal, sobre una fina capa de líquido linfático que hacía las veces de espejo, fue asomando, a medida que iba asomándome yo, un espectro tan alejado de la apariencia humana que hizo que se erizaran cada uno de mis pelos, en una ilusión vestigial; un intento desesperado de protegerme del peligro. Apareció allí -o quizás debería decir me aparecí allí-, una aberración inmensa, más negra que la muerte y más muerta que viva. Y juro que me miró de frente como mira aquella que no teme a nada, a nadie.

Sus movimientos eran violentos y repentinos, como una serpiente que lanza un ataque detrás de otro. Consiguió absorberme, en un último asalto, y lanzarme dentro de un inmenso torbellino de la oscuridad más opaca. Pudieron ser segundos o pudieron ser horas a merced de aquella enorme fuerza centrífuga. Y abracé la locura y me abrazó ella a mí.

Cuando fui por fin escupida de aquella espiral inhumana, huí gritando con la fuerza infinita que otorga la inmaterialidad, y cuando callé no hubo respuesta. Pero el silencio era igual de mío que el grito que lo desgarraba… pues allí estaba yo y nadie más.

Intenté provocarme un letargo progresivo; quizás la proximidad con la muerte fuera piadosa. Quizás podía dirigir, desde mi fragmentación, los órganos de mi cuerpo de los que estaba separada. Probé a darles órdenes, como una directora de orquesta.

Ralenticé mi respiración… ritenuto; llevé el flujo sanguíneo a la cabeza y lo mantuve allí… sostenuto; bloqueé el funcionamiento de mis intestinos y bajé mi temperatura corporal todo lo que pude… morendo

Y me apagué.

Me apagué desde fuera hacia adentro; desde abajo hasta arriba. Me apagué porque apagarme era lo único que podía hacer.

Esta mañana he despertado en mi casa, en mi cama. Entretengo mis pensamientos y los mantengo alejados de aquello. Ojalá no haya ocurrido, y si ocurrió ojalá lo haya olvidado… pero recuerdo cada segundo del mismo con una exactitud devastadora.

Hago unos esfuerzos ridículos por no desdoblarme otra vez, por mantenerme unida, pero no sé cómo evitarlo, ni qué fue lo que me expulsó de mi cuerpo. Ni qué hice para ser arrojada fuera de mi propio terreno, como una Eva cualquiera de ese montón de cuadros renacentistas.

Decido volver al lugar donde comenzó todo, a las calles de siempre, por donde arrastro mis pies cada día y cada noche y los sujeto para que no huyan.

Aquí. Es aquí donde me rompí. Sujetándome, conteniéndome. Me até tan fuerte que me partí. Evito los carriles que yo misma cavé, alejo mis pies de ellos. Sé lo que pasará si los encajo de nuevo, así que esta vez será distinto. Mira, mira cómo dejo que caminen mis pies por donde quieran. Ha llovido y hay charcos. Caminan por el agua.

Miro fijamente uno de los charcos y para cuando quiero apartar mis ojos de encima ya es imposible. Otra vez la masa negra; otra vez me mira; otra vez la espiral, las vueltas, la locura.

Y otra vez me escupe; otra vez expulsada. Y cuando me dispongo a correr y miro mis pies, cada uno en su carril;

otra vez atrapada.

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