Las dos primeras semanas fueron las más difíciles, no sabía qué rayos hacía en éste país, extrañé a L todos los días y no tenía dinero para volver a México. El ritmo de los marineros, sin embargo, procura una sanación distinta: del cuerpo para afuera, del cuerpo para adentro, y así me fui envolviendo.
Este mes no navegamos a ningún sitio, nos quedamos anclados o en la marina, viendo los atardeceres desde nuestro velero casi-inmóvil salvo por las mareas que suben y bajan, las olas, las tormentas y los fuertes vientos del monsoon tailandés. Desperté a las seis de la mañana para atravesar el cockpit y hacer café en el pequeño espacio que asemeja más a un campamento que a una cocina. Los primeros rayos acompañan el aroma en la única hora donde el calor no es insoportable.
Recuperar la vida en el barco es volver a caminar descalza, usar poca ropa, vivir en el calor constante de los trópicos que bañan la piel y llena a uno de energía o pesadez, sentir el cuerpo, estar en el agua. Desde que llegué me he dedicado a comer deliciosos platillos tailandeses como si fuera mi objetivo en este viaje, probar todo lo que pueda por menos de los 2 euros: 70baht, 50baht, 100baht, platillos enteros de curries o noodles que -casi- son tan buenos como los tacos al pastor. Todo esto como una especie de rehabilitación, de “regresar.”
Los últimos días en la Ciudad de México me sentí flaca y pálida; no culpo a la ciudad, pero la falta de azul y los hábitos que se toman en ese lugar si no se tiene claridad lo llevan a uno por un tobogán de sucesos diarios hasta convertirse en un fantasma adormilado recorriendo el metro de la ciudad. Un día desperté dos estaciones después de mi parada, el reflejo en la ventana me sorprendió: era una especie de Yo que no reconocí, me había convertido en uno de los tantos sujetos que en días más despiertos escudriño preguntando cómo serán sus vidas detrás de sus caras pálidas.
¡Lo quería todo! trabajar, estudiar, ahorrar. Me esforcé. Pero esforzarse no es entregarse, porque como el sol, que hace tanto como secar la ropa, crecer las plantas, cargar nuestros paneles solares, iluminar el mundo; él sólo se entrega en el día a día. “No hay nada mejor para dejar de pensar que el boat work” me dice Tom viéndome triste y a punto de llorar. Me pone una esponja en las manos y me da un par de guantes para sacar los barnacles de las líneas de anclar. Declaro la guerra a esos seres acuáticos que se pegan al fondo del barco como una pesadilla, para dejar de hacer la guerra a mi misma; sacudo los tapetes, tiendo la ropa, enjuago la cubierta, pongo orden en el galley.
Los días en la Marina Yacht Haven son como todas las rutinas, muy parecidos unos a otros lo cual da tiempo para sumergirte a la vida. Aún no entiendo mucho de Tailandia, me es demasiado ajena, pero la vida de vivir al mar esa sí me pertenece: hablar en éste idioma de nubes, entender su andar particular, sus códigos, y el language de los barcos; es decir otro Tailandia, uno que se vive desde la marina aquí en Phuket.
Cenamos cada tercer día en el Sweet Surrender, Sharon se luce con su lasaña de ensueño y jugamos cartas después de comer hasta estallar. Sostenemos las fichas sobre la mesa con la palma porque cada tanto alguna insulza lancha nos pasa demasiado cerca sacudiéndonos. Luego dirijo el dinghy por la bahía en medio de la lluvia tropical y me siento empapada pero cálida, viendo cada velero donde nos hemos reunido, cada cual distinto en ésta colonia de navegantes: Matt y Sharon, los dos George, Werner, Hope y Tom.
Entonces tomamos un roadtrip al campamento de moaetae. Mientras por la ventana lo verde del paisaje, las montañas, la maleza, las palmeras y toda la humedad me procuran la tranquilidad que hace tanto no sentía, los pequeños puestos de durian pasan borrosos a nuestro costado y escucho todo sobre barcos: hacer deliveries, ser capitán, construir barcos, arreglar barcos, materiales de barcos, precios de barcos, el mundo lleno de mar y la gente que habita en él.
“No funcionó,” los planes, quiero decir. Porque tenía tantos y terminé aquí sin saber porqué. Aunque tal vez algunos le digan “fallar,” otros “aprender,” otros “vivir,” al fin de cuentas es.
Es esto.
Cierro los ojos y veo la estación del metro Chabacano a la hora pico, transbordo de la línea azul a la café, el espacio personal reducido al límite de la piel, las caras estiradas y sudorosas recorriendo como gusanos apretados en una carrera donde el más lento se queda atrás. Y ahora: abro los ojos y estoy en un velero, teletransportada de una realidad a otra sin tan siquiera haberlo previsto, más bien en un tobogán de sucesos inesperados que acabaron por arrojarme a esta bahía. Porque tal vez, de esto está hecha la vida.
Foto: Tom Van Dyke: Tulia en terapia de boatwork
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