Antes de nada, perdóneme, querido lector, y si es de esa gente a la que le gusta alojarse en resorts de los que sólo sale en excursiones organizadas para seguir pensando que todos los mejicanos llevan sombrero, por favor, abandone la lectura. Puede que las revelaciones que estoy a punto de hacerle cambien radicalmente la manera en la que ha viajado hasta ahora.

Probablemente acaban de pasar por su mente mil escenarios distintos: desde un plan maquiavélico del gigante asiático para hacer un parque con reproducciones de las capitales europeas a escala torre Eiffel:niño de seis años, hasta la existencia de un grupo terrorista especializado en la introducción de botes de champú (¡destapados!) en los equipajes de mano de los pasajeros incautos. Sin embargo, no pretendo explicarle nada de eso. No, lo que quiero confesarle es que yo no soy Cristobal Livingstone, el viajero sin rostro y famoso escritor de guías de viaje. De hecho, ese señor no existe y yo en nada me parezco a ese personaje que habla diez idiomas y consigue dormir ocho horas seguidas a bordo de los aviones que usted ha imaginado. Ni de lejos. La última vez que crucé la frontera fue a principios de los noventa para ir a comprar medicinas a Francia. Mi empleo no entraña más riesgo que el de cortarse con las páginas y los carnés: soy bibliotecaria. Sí, ha leído bien: no soy un hombre.

Llegados a este punto, es posible que se haya puesto los zapatos, dispuesto a bajar al archivo más cercano a mirar a la empleada con recelo. No se precipite, déjeme explicarle por qué he escrito una veintena de libros de viaje sin asomarme más allá del escritorio de Windows.

Todo empezó de manera inocente a principios de milenio. Un amigo de de mi prima conoce a alguien que trabaja en una editorial, una que estaba interesada en editar una guía de mi ciudad. Se les ocurrió que, por ser yo de allí y tener centenares de libros a mi alcance, era la candidata ideal. (Me gusta pensar que también me eligieron porque tengo cierta habilidad para combinar las palabras, pero eso nadie me lo ha confirmado.) Me costó meses de ir a los bares de siempre a intentar que me invitasen a pinchos y de aprender a usar Photoshop, pero la tirada fue un éxito. Me hinchaba de orgullo cada vez que leía la carta de un bar de viejo traducida al inglés y cada madrugada que sentía desembarcar de sus autobuses a las hordas llegadas del Lejano Oriente.

Después, acepté escribir un volumen sobre Madrid. Monté a mis hijas en un autobús y nos fuimos a pasar el puente de diciembre a la capital. Esa fue la primera vez que percibí los peligros del turismo. La Gran Vía, iluminada, sí, pero atascada, también, se parecía en poco a los recuerdos que yo tenía de una excursión adolescente a la cafetería Nebraska. Cinco días no bastaban para atravesar aquella avenida plagada de escaparates y de gente, pero mi cuenta bancaria no nos permitía hacer una segunda escapada. De todos modos, inundando mi desconocimiento con imaginación, acabé el dichoso librito. Por supuesto, por tratarse de la gran villa, se vendió mucho más rápido que el anterior.

Y llegó París. Cuando le decía que había estado en el país galo, me refería a Hendaya. Eso mismo le conté a mi editor. “¿Y eso que más dará, mujer?”, fue la respuesta que obtuve mientras redondeaba mis honorarios y me prometía que ellos se ocuparían de las fotos. No es que no tenga escrúpulos: es que soy mileurista, por eso acepté. Traté de documentarme, se lo prometo. Para ello, llamé a una antigua compañera mía de colegio que trabaja en la capital gala. Fue ella la que me advirtió: si recomendaba sus restaurantes favoritos, se llenarían de cámaras y nunca más conseguiría una mesa los domingos. Esa fue la razón por la que llené la guía con las hamburgueserías que encontré en un incipiente Tripadvisor.

Pero a ustedes, mis lectores, parecía no importarles. Hacían cola frente a aquellos antros pensando que el queso en lonchas era el último cri en la Ciudad del Amor. No los culpo: conseguir una foto decente de La Gioconda dando saltitos entre hombros ajenos ha de ser agotador.

Escribí también Londres, Berlín, Viena…e hice las Américas. ¡Qué placer recrearme en el Perú de Vargas Llosa, fantasear con una tarde de agosto solitaria en Nueva York de la mano de Edith Wharton! Además, cada año la tarea era, gracias al vertiginoso avance de Internet, más fácil. No eran necesarias enciclopedias, tampoco escuchar a mis amigos hablar de vacaciones que todavía no podía permitirme. Google me proveía toda la información, verdadera y ficticia, que precisaba: monumentos imprescindibles, modas absurdas, paradójicos bulos. No obstante, he de reconocer que, a veces, se me fue la pluma: hacerle buscar ruinas mayas en las afueras de Buenos Aires o una pareja de pandas en aquel safari de Kenia fue demasiado. Acepten mis disculpas: la inspiración me la dio una familia americana pidiendo spaghetti frutti di mari en una taberna andaluza.

Se preguntará, quizás, que me lleva ahora a confesar mi crimen. ¿Qué va a ser? La guita que he ganado a su costa. Han comprado hasta agotar ediciones: ya puedo dejar este teatro. No renunciaré a mis anaqueles de barrio porque les tengo cariño y, ¿para qué engañarnos?, todavía me río cuando los veo sacar mis obras. Pero, con lo que he ahorrado me voy a viajar de verdad, a Cuba, a medir el rojo de los atardeceres del Caribe, y en esta aventura, no se piense que me va a quedar ni un minuto para escribir.

Por favor, no me lo tenga en cuenta. Quédese con los buenos momentos, con la monografía de las Guerras Napoleónicas que les he regalado en este, mi último libro de Mongolia, o con la satisfacción de haberle pagado su delirio de explorador a una funcionaria de provincias.

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