Viajé contigo en mi espalda, con tus murmullos, tus recuerdos y tus historias fantásticas. Recorrí tus pasos buscando entenderte, rendido a la belleza de estas tierras que bien dibujaste con palabras en el mesón de la vieja cocina.
Desperté en la hamaca con la boca seca por el sol abrasador. El melódico aleteo de los alcaravanes surcando las copas de los palmiches, que bordeaban los balcones de la casona, me impulsaron a incorporarme para seguir su vuelo en el horizonte.
Tenías razón; allí, descubrí el mágico verdor de los llanos orientales, del higuerón y del laurel, de los pastizales infinitos, inundados de canticos de ranas y de inmensa soledad.
Partí de Acacias al medio día, en un cimarrón ensillado que me entregó doña Julia; la vieja, tan dura como los achapos, dejó escapar un suspiro adornado de unos ojos vidriosos cuando se enteró que venía por ti.
Atravesé Puerto López y Puerto Gaitán, en un galope que duró dos días y una noche; esta última, la recuerdo con el vigor de tu voz narrando los mitos y leyendas que de niño te contaron los llaneros. Fue una noche de aquellas, extraña, de las noches que narrabas; dominada por una llovizna mentirosa, esas que cansan no porque empapan de golpe, sino porque duran hasta la madrugada. Una noche nada silenciosa, cargada de truenos, de coros de mochuelos, arrendajos y carraos; iluminada por relámpagos lejanos, que destellaron ráfagas de eléctricos azules que hicieron relinchar de miedo al animal. Lo confieso avergonzado, también me llené de escalofríos.
Dejé de cabalgar esa noche preso de un miedo infantil, que tu eco trajo a mi memoria en aquel nocturno fantasmal. Volvieron la leyenda del silbón, de la bola de fuego que se traga a los cabalgantes solitarios en las noches de tormenta, de Florentino y el diablo, de la sayona. Bajo un árbol de matapalos colgué la hamaca, pasé la noche lluviosa, descansé el cuerpo, y reí al descubrir que tus historias, aún lograban hacerme sentir como un niño asustado.
El nuevo día me recibió con el rumor del agua corriendo; había llegado cerca del río Meta. Encontré un trio de llaneros conocidos de doña Julia, les entregué el caballo y me brindaron caldo de morrocoy que cocinaban sobre piedras junto a la ribera. De nuevo, tus palabras: “Nada como desayunar a la orilla de un río”. Los llaneros son libres, como decías. Cabalgan a pelo, con los pies desnudos, de sombrero y machete al cinto; recios, generosos con el forastero, copleros de cuatro y maracas, orgullosos de su tierra como ninguno.
Me despedí agradecido, luego, subí a la lancha de don Arnulfo, “el mudo”; un sexagenario que llevaba encomiendas río arriba hasta Puerto Carreño. En el silencio de aquel viaje de doce horas te agradecí; pude apreciar un grupo de babillas refundidas en los sotos del Meta, una familia de nutrias retozando en una hondonada, escuché el canto de las tinguas, del turpial y el chirulí, divisé a un gavilán volando en círculos, cayendo en picada sobre su presa. Vi el color ocre del río convertirse en manchones amarillos al besarse su ribera con las ramas de los árboles de mamey. Vi tu llano, ahora mío, ese llano que añorabas tanto.
Llegamos a Venturosa en la profundidad de la noche y nos refugiamos en una posada de pescadores. El sancocho de bagre y el pan de arroz, me supieron a gloria. Más tarde, de nuevo en la hamaca, logré conciliar el sueño al saber que al otro día, como te prometí, llegaría a mi destino.
Despertar en el llano es más hermoso; no mentías. Paisajes de verdes acuarelas y plumajes de arcoíris, cantos y sinfonías naturales, ocasos de pincel; la lejanía. Tu llano me abofeteó majestuoso y reconocí mi insignificancia, la mortalidad. El olor del plátano con queso y del chigüiro a las brasas, abrió mi apetito mañanero y alejó mis pensamientos.
Las aguas del Meta parecían molestas, rugían; sentí miedo y por un instante, estúpidamente busqué una palabra de alivio en don Arnulfo. Después de comer al aire libre, retomamos nuestro viaje y enfrentamos al río. El viejo lanchero sorteó la fuerza de las aguas con la destreza de Odiseo. Navegamos poco más de dos horas, con el sol lacerando nuestra piel, cocinándonos a fuego lento; más adelante, al ver la desembocadura, al encontrar el Orinoco, tuve que ahogar el llanto. Creí verte allí, abuelo; pescando en tu juventud, jugando y nadando en las aguas del gigante; me quebré. Al navegar el Orinoco volvió tu adiós como una fuerza cataclísmica que me arrojó con furia al dolor de tu ausencia.
Abrí la urna sin querer abrirla, la abrí con el recuerdo de tus gestos, tus manos y tu risa en nuestras charlas. Luego, fuiste del viento; tan libre. Volaste y así te entregué al Orinoco, y te dejé partir.
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