Abril en mi memoria

Abril en mi memoria

ana mota

26/06/2018

Ha pasado un tiempo, el momento de detenerse y hacer un balance ha llegado; ya van dos largos años desde inicié ese viaje por el que fui capaz de dejarlo todo, tomó un rumbo que jamás esperé; se fue todo a la basura. Un momento de plenitud tangible en todos los sentidos, se esfumó sin más. Conocí el desamor, el odio, el vacío, el sentido de la palabra soledad y el rechazo de las personas que yo más apreciaba.

Mi mundo se terminó, sin preámbulos ni avisos y me derrumbé; me quedé hecha a un lado como una plasta de engrudo que por su misma consistencia se llena de polvo y el aire va resecando, era solo cenizas, que aún inconforme el viento se llevó y dispersó.

Frente a mis ojos vi cómo se esfumaron uno a uno los planes de mi pequeña agenda de vida, desde aquel día de primavera en el que salí a hacer lo que amo con todo mi corazón; no era posible imaginar un mañana mejor, por eso todo se acabó.

No volví, algo ajeno a mí lo impidió; no sé qué pasó; toda yo experimentaba un dolor inconcebible, un dolor del cual no puedo hablar sin que se me escurran las lágrimas aún; sin embargo no me importaba el dolor, yo necesitaba llorar, llorarle a mi vida o lo que quedaba de ella; entre tubos, venoclísis, cateterizaciones, periodos de amnesia, curaciones, férulas y traslados, medicaciones para el dolor; llegué a pensar que de tanto llorar mis ojos iban a secarse, pero no… siempre he tenido más.

A pesar del dramatismo propio de la situación… los reflectores pronto se dirigieron a otros asuntos; perdí el sentido de urgencia, la noticia de aquel día duró lo que tenía que durar.

Mi cuerpo mermó, cambió, murió… pero no solo era mi cuerpo el que había muerto, sino mi espíritu; me veía al espejo y no me conocía, y no son las cicatrices que día a día veo como recuerdo de lo que pasó, no era la imposibilidad de caminar o moverme, no era el insoportable dolor físico que no me dejaba dormir durante las noches y que en el día ocultaba con falsas e hipócritas sonrisas para no preocupar a mi familia que bastante había tenido conmigo; no era la silla de ruedas, el andador, las muletas y el bastón lo que me provocaba llorar… mamá, papá, ale… no dejaba la comida porque no me gustara, ¡yo quería morir!. Esto que tenía no podía llamarse vida; mentalicé mil y un planes para acabar con este sufrimiento, pero tuve miedo; miedo de fracasar como ya había sucedido antes; por eso lloraba mares, océanos, tormentas y huracanes, me lloraba a mí misma, lloraba mi duelo, mi pérdida; la pérdida de mi vida.

Nada mejoraba, los médicos no me dejaban caminar y aunque suene difícil de creer las personas a mí alrededor comenzaron a exigir cierto tipo de “resultados”, lo cierto es que estaba cansada, pero ¿de qué podría estar casada una persona que lleva postrada 4 meses? Estaba cansada de querer morir y no poder, cansada de querer vivir y no poder… estaba cansada de esa dualidad en mi vida, del “estira y afloja” en el que estaba envuelta; así que me rendí, no podía más, volví a hundirme, volví a perder; no quedaba mucho de mi así que la gran pérdida no iba a ser.

Eso fue por mucho lo mejor que pude haber hecho; retomo la figura de los salmones que nadan río arriba para llegar a donde van a depositar sus huevos para finalmente dejar de luchar y morir; es entonces cuando el río con esa monumental fuerza capaz de borrar caminos y pueblos enteros, los arrastra hasta llegar a aguas tranquilas dándole la oportunidad a otros organismos aprovechar los restos del salmón muerto; Yo estaba luchando contra la corriente cargada de huevos; y esa fuerza que me llevó a aguas tranquilas donde pude descomponerme igual que el salmón, es mi Dios. Él tomó mi cuerpo roto, física y espiritualmente y me llevó a donde las bacterias del fango me descompusieron y devoraron; donde me convertí en abono de mi propia semilla; una semilla débil y apenas fértil, pero que cuando llegó al sustrato, el amor de mi familia se las arregló para que germinara; y mis huevos; es decir los problemas, tormentos, miedos e incertidumbres se quedaron arriba, lejos de mi, donde ya no pudieran hacerme daño.

Como la mujer que soy hoy, seco mis lágrimas, retomo mis pasiones, me miro al espejo y empiezo a generar una catarsis y me juro vivir con dignidad, a trabajar por un presente estable y un futuro prometedor, me doy cuenta que no todo se perdió, la vida no terminó, sino, que recién comienza.

A veinticuatro meses de aquel día, puedo decir que jamás sentí tanta fortaleza, humildad, tranquilidad y orgullo hacia mí misma; corté mi cabello, me liberé de todas las cadenas y estereotipos; no necesito recordar más la persona que era, sino saber la persona que soy ahora, no la que se accidentó, sino la que sobrevivió, la que se ha adaptado y la que continúa creciendo y evolucionando.

A veinticuatro meses puedo asegurar que poseo la red de apoyo más grande, firme y maravillosa que alguien puede tener.

A setecientos treinta días de haber muerto, puedo decir que ¡estoy viva como nunca!

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