Llegue extenuado a casa, saqué un refresco de la nevera y me derrumbé sobre el sofá, antes de esto, jamás lo hubiera creído: miré la maleta, supe de inmediato que estaba dispuesta para el viaje, en este la maleta desapareció, la levedad fue de ahí en adelante mi compañera; quedé sobreseído de materialidad y divague en el espacio entusiasmado contemplando el paisaje, el verdor de las hojas de los árboles sobrepasaba cualquier imaginación, podía contemplar uno a uno sus diversos matices, solo era el ver los exuberantes frutos para sentir en el paladar una exquisita sensación de sabores de ningún modo idealizados. El firmamento estaba cuajado de tonalidades cuya brillantez sobrepasaba la de un millón de arcoíris, sus colores se entrelazaban creando una majestuosa danza; eran un poema de luces y colores que enamoraba el alma. Me envolvía una música suave de la que podía, sin proponérmelo, distinguir todas sus notas, debajo de mí corría un río de aguas tan cristalinas, que permitían observar las hermosas piedras que constituían su lecho, toda una gama de peces con variados pigmentos, la Macarenia Clavigera exponiendo su rojo, el Crinum sp o Lirio acuático tratando de ganar sin afanes la superficie, las Ludwigia sedoides o planta acuática mosaico flotando entre la fluente cual mariposa embelesada por el esplendor del entorno, y la Victoria Regia semejando gigantes platos verdes dispuestos para un banquete celestial. Recorriendo el camino cargado de encantadoras y nuevas experiencia, descubrí tenderse frente a una arena resplandeciente al mar, contemplé embelesado sus olas creando níveas colinas de espumas sobre los fastuosos acantilados, los peces voladores apareciendo y desapareciendo entre las olas cual lumínicas saetas, las gigantes ballenas retozando placidas con sus ballenatos, y reflejando el agua un millar de soles que daban la sublime sensación de una jadeante e inmensa acuarela que en su transformar permanente parecía ser pintada por diestras manos invisibles. Llegada con difusa claridad la mañana ante mis ojos y al parecer atraída a mis oídos por el canto agreste de unos gallos, el claxon angustiante de un rosario de carros que se disputaban el asfalto mojado. Tuve sensaciones extrañas, sobre todo, cuando al mirar a la derecha vi dormida sobre el piso de baldosas con florecitas azules, la maleta; recordé que debía viajar hasta el poblado de nombre “San Joaquín”, esta era una obligación de mi trabajo, por lo que sin pensarlo dos veces, luego del baño, el desayuno y la lavada de dientes, partí para el transporte. Con rumbo a ese corregimiento únicamente salían unos carros llamados Chivas; automóviles de cuarenta pasajeros, sin ventanas, en los que montaban: bultos, latas, cántaros, perros, cabras, gallinas y finalmente los que tuvieran con que pagar, estos no importaba, que fueran guindados en el techo. Las bancas eran de rústica madera, lo que generaba la más insoportable incomodidad. Sin embargo, me sentí agradecido al poder colocar mis posaderas en una de ellas. Eran las siete de la mañana y en aquel lugar de la estación ya se había formado desde mucho antes un verdadero mercado Persa; de todos los rincones emergía una música estridente acoplada a los pregoneros de frutas, frituras, pescado y una profusión de cachivaches de cuanto material ser humano pueda imaginar. El bus llamado chivapartió a las ocho de la mañana, al comenzar la cuesta desplegó por la árida serranía un pavoroso barritar que taladraba los oídos y cuando la brisa corría en sentido contrario de su dirección, el humo que le brotaba del mofle convertía el vehículo en una cámara de gases. La carretera estaba destapada, contando además con inmensos cráteres que nos hacía bambolear de lado a lado como muñecos de trapo; el polvorín despedido en su andar teñía los árboles y la hierba reseca de un color marrón, haciendo también que los pelinegros terminaran siendo pelirrubios. A pesar de las incontables contingencias las y los compañeros de viaje se comportaban de manera natural; hablaban sin rasgos de inquietud o resentimiento, contaban chistes, reían, incluso en algunas fisonomías se reflejaban signos de satisfacción, todo como si nada. Por eso, en algún momento llegué a pensar que ese era su mundo y tal vez exagerando, tuve la idea de que, existe la posibilidad, si la especie humana sigue siendo lo que estos seres son, puede terminar residiendo con agrado en el infierno. Un enorme salto del carro borró mi pensamiento, pero al caer logrando la estabilidad me pareció ver en los ojos de unos que se carcajeaban la resignación y en los canales de sus rostros las marcas de la indefensión, entonces especulé, estos son los que aplican aquello de “al mal tiempo buena cara”. El sol encumbraba su candente círculo en el firmamento, la temperatura alcanzaba los veintiocho grados y el sopor conseguía adormecerme, el instante cuando oí el chirriar de los frenos, seguido del estrujón que me recostó de golpe al espaldar de la silla, lo juro, grité, como ante un milagro ¡Finalmente llegamos!, pero ahí se armó la baraúnda: los niños emprendieron una alocada sinfonía de gritos, los cerdos gruñeron en disonante coro, las gallinas cacarearon e iniciaron descomunal revoloteo pasando por sobre las cabezas cual misiles alados dejando una estela de olor a rala enredada en las narices. Afuera pareció tornar el caos de la mañana; los vendedores se empujaban entre sí tratando de ganar los clientes potenciales, zumbaban las sirenas de los ruinosos vehículos, la música estridente recorría las calles apoyada en el vaivén de la brisa. Terminé siendo, literalmente, cargado por la multitud y colocado sobre un andén de pedruscos irregulares que conducía, menos mal, a la plaza principal donde debía realizar mis diligencias. Lo primero que llegó ante mis ojos fue la estatua de un general con grandes charreteras, lleno de medallas que le colgaban del pecho, a su lado una placa que decía: “Libertador”, rozando sus pies se arrastraban numerosos mendigos solicitando la caridad de los transeúntes. Supe entonces: la libertad es la utopía, el viaje ideal que rompa de una vez la pesadilla.

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