Un secreto en la Habana

Un secreto en la Habana

A veces los sueños se cumplen. Después de descansar en un hotel de la Habana tomamos un taxi en la avenida 23 del barrio El Vedado. Miguel, un ingeniero, era quien nos llevaba en su viejo automóvil hacia el centro de la ciudad. En Cuba los autos son en su mayoría antiguos y de colores llamativos. Mientras recorríamos el camino junto al Malecón, el conductor nos contó que era nieto de una ex brigadista que a los doce años había participado de la Revolución; y que siendo él un adolescente y estando en clase de Historia, le refirió al profesor quién era su abuela, pero este no le creyó.

Al volver a su casa contó lo sucedido en clase y la anciana enojadísima decidió acompañarlo al día siguiente con su uniforme y todas las insignias ganadas, dejando sin argumento a aquel profesor delante de su clase.

Caminar la vieja Habana es meterse en el túnel del tiempo, donde los edificios son testimonios históricos invaluables. Recorrimos bajo el sol inigualable del Caribe lugares como la Catedral y la Plaza de Armas, espacios llenos de anécdotas donde la gente engalana de manera asombrosa cualquier relato.

En esas andanzas de ojos sorprendidos, encontramos a dos conductores de triciclos de tracción a sangre jugando al ajedrez durante un descanso; ese cuadro extraordinario muestra una ciudad en la que conviven la precariedad del trabajo con la alta preparación intelectual de sus trabajadores.

El paseo por la calle Obispo fue un continuo despertar al asombro y al placentero descubrir de lugares y personajes típicos. El colorido de sus veredas y de su gente acompañaba al visitante permanentemente; yendo hacia la Catedral encontramos a Dayron y a su amigo, quienes respetuosamente nos acompañaron a la plaza cercana donde tomamos mate desafiando las distancias y la temperatura ambiente. Los jóvenes, músicos ellos, relataron las dificultades de vivir en la isla y el deseo de alejarse de su país; con tristeza escuchamos su lamento mientras compartíamos nuestra bebida, que estimamos les gustó poco por el gesto que inevitablemente revelaron. La charla fue endulzando lentamente la mateada y sobre el final los abrazos y besos dieron el marco a un adiós casi para siempre.

Pero ni el sol que desplegaba su calor más genuino ni nuestra atención que suponía haberlo visto todo, dejaron de sorprenderse al saber que el plato más sabroso, estaba aún por llegar.

En una esquina de la plaza, Juana, una mujer negra, había armado una especie de consultorio móvil, donde ofrecía sus servicios de adivinación, invitando a los turistas que desfilaban por ese rincón mágico y misterioso a sentarse junto a ella para leerles las manos. Con su habano permanentemente en la boca, ataviada con un hermoso vestido blanco con detalles de encaje, lucía también en su cabeza un notable pañuelo blanco con un moño y flores rojas. Su estampa, su decir áspero, su mirada inquieta y sus pulseras multicolores imponían la certeza en cada palabra. A su lado una muñeca negra, como un remedo de sí misma, la acompañaba en cada sesión, pero sin hablar en voz alta, respetando la concentración de su dueña.

Acercarme y entregarme a su hechizo fue una experiencia diferente. Juana me hizo beber de una copa con agua, me pidió que piense tres deseos mientras miraba la palma de mi mano; luego tiró las cartas delante mío y de los potenciales clientes que deslumbrados nos observaban. Me pidió que le realice preguntas, pero solo le propuse que me contara qué veía en todo ese despliegue de artilugios. Con su tono pausado fue dándome datos poco relevantes y también algunas obviedades, pero sobre el final se acercó a mi oído y me dijo algo para que solo yo lo escuchara.

Y ya que el sueño del viaje se cumplió, esperaré confiada que con sus conjuros pronto se haga realidad aquel, que por ser secreto, solo comparto con ella, con Juana la cubana.

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