Jacinta nació pequeña, cabía en la canasta del pan donde su mamá la acurrucaba para mecerla. Su padre era alto y dudaba que fuera su hija. Conforme la bebita fue creciendo y la nariz aguileña y el color ámbar de sus ojos se iban asemejando a los de la figura paterna, volaron de su mente los malos pensamientos que afortunadamente nunca reveló a su mujer.
Sara, su hermana mayor, le quiso enseñar la rebeldía, deseaba una compañera que desafiara la autoridad, que la acompañara lejos de casa, donde pudieran esconderse y ser dueñas de sus vidas. Pero Jacinta era una niña dócil y tímida que se refugiaba entre los pliegues de las largas faldas de su madre y siempre esperaba la llegada de su padre poco después de la puesta del sol para correr a recibirlo y sentirse segura entre sus fuertes brazos.
La casa que habitaban era de abobe, una construcción pequeña pero muy acogedora. Al entrar, se respiraba un ambiente cálido aún en invierno. De la cocina emanaban aromas de especias, de pan recién horneado, de caldos de res, salsas y guisos que su madre preparaba. La estancia era una habitación sencilla con una mesa de madera y cuatro sillas, un sofá y un par de sillones en los que descansaban cojines que llamaban a sentarse. Sobre dos pequeñas mesas sendas lámparas de queroseno eran el único adorno. Al fondo de la habitación aguardaba un gran librero con ejemplares de todos los géneros. Los padres compartían la recámara de la izquierda y las dos niñas la de la derecha. En cada una había una pequeña tina con agua sobre un mesa alta.
La construcción estaba rodeada de un gran jardín, a un lado la letrina y al otro el corral con gallinas cuyo barullo se escuchaba a distancia.
Jacinta disfrutaba acompañar a su padre al campo, montada delante de él sobre la yegua. Y luego observar durante horas las labores de preparación de la tierra, las máquinas segando el trigo o a los jornaleros en la pisca del algodón.
A falta de escuela, la madre enseñó a sus hijas los números y las letras. Fueron creciendo acompañadas de interesantes lecturas, viviendo las aventuras de otros niños, viajando a lejanos países, emocionándose con las historias de amor de otras adolescentes.
Hombres y mujeres que se decían vecinos del lugar comenzaron a llegar con sus vástagos. Querían pretender a las hijas del agricultor. Todas las familias eran gente sencilla, igual que ellos, pero era gente de otra cultura, otra religión, otras tradiciones.
Los padres mandaron a las dos a la lejana gran ciudad capital con sus tíos para que conocieran algún muchacho de familias afines. Jacinta no tardó en encontrarse con uno apuesto, de misma lengua materna, religión y tradiciones heredadas de abuelos y bisabuelos con quien se casó ilusionada, quedándose a vivir en esa gran ciudad luego de despedirse de sus padres y sus mascotas.
A pesar de vivir en una casa grande, con servidumbre que limpiaba y cocinaba, al poco de casada Jacinta sintió nostalgia por el hogar de sus padres. Su suegro la menospreciaba por ser diferente, por haber agregado azúcar al vino tinto el día de la cena con los empresarios, porque no le gustaba el coñac. Con su mirada, un gesto o con algún comentario irónico, le hacía ver que su vestimenta no era la adecuada para la ciudad.
Al no encontrar un solo libro en la casa, le pidió a su esposo que la llevara a una librería.
-¿Para qué? Mejor involúcrate más con lo que pasa en la cocina, como dice mi papá.
¡Cómo extrañaba las amenas tardes en las que debatía con su familia sobre el tema de algún libro, cómo extrañaba el aroma del campo, de la tierra después de la primera lluvia!
Cada noche, cuando su esposo la hacía suya, Jacinta, sin sentir ningún placer, dejaba que la abrazara a su antojo e imaginaba que poco a poco él iría cambiando y la haría feliz. Cuando creyó haber logrado que la aceptaba como era, su suegro nuevamente le hizo ver que se había casado solo con una mujer del campo.
El resto de la familia cuchicheaba cuando ella les contaba de sus aventuras en la granja, bostezaban de aburrimiento con sus descripciones como la del gran huevo que puso la gallina, retorcían la boca al explicarles cómo le sacaba la leche a la vaca Molly. Luego supo que le decían la pueblerina.
Al empezar a rondar por la mente de Jacinta el deseo de regresar a casa de sus padres, su esposo decidió que se mudarían a un apartamento, solo ellos dos, porque era momento de independizarse. Dejó a un lado la nostalgia y enfocó su energía a transformar las habitaciones en un hogar con sencillos detalles de decoración. Mantenía la casa perfectamente limpia, cocinaba sus platillos preferidos, esperando que todo fuera del agrado de su amado.
Una noche él regresó tarde, no probó la cena y explicó haber tenido un día muy pesado. Días después, Jacinta se quedó dormida en el sillón de la sala esperándolo, y ya avanzada la madrugada no supo qué preguntarle cuando se despertó con susto a su llegada. Ese comportamiento se volvió frecuente. No recibía más explicaciones que jornadas difíciles y problemas por resolver.
Cuando lavando ropa encontró restos de pintura de labios en el cuello de su camisa, deseó con mayor intensidad estar en casa de sus padres. Fue aceptando la idea de poder soportar mejor la vergüenza de ser vista como la fracasada, la divorciada, que la infidelidad de su esposo y las burlas de su familia política.
Para el primer aniversario de casados, Jacinta preparó una cena especial y se esmeró en los detalles. Su esposo quería festejar invitando a su padre, hermanos y cuñadas. Antes del término de la nada romántica celebración, ella se desvaneció.
Una semana después, todos festejaron jubilosos su embarazo.
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