Vete, que yo me encargo de todo

Vete, que yo me encargo de todo

Mariano E.

18/06/2018

La gravilla crujió con el lento rodar de los neumáticos. Al fin habían llegado por Betico. El niño llevaba más de cuarenta minutos sentado en la banca del pasillo esperando con paciencia; con la poca que sus inquietas piernas podían mal disimular mientras estrujaba sus manitas por encima de las perneras de sus pantalones cortos.

Fueron muchos años esperando a que alguna familia tomara la decisión. ¿Qué puede hacer falta para que una pareja se rinda ante los encantos de ese rebelde flequillo, de esos ojos, esa sonrisa o esos hoyuelos? Por mi fuera, me los llevaba a casa ¡a todos! pero ya no tengo dónde, ni una vida que ofrecer.

Me gustaba mirarlo, mucho en verdad. Y más allá de simplemente observarlo en el devenir de sus tiernos ademanes y sus ingenuos aconteceres, me mortificaba tener que reconocer que lo más que me encantaba de ese niño –o de cualquier otro–, era precisamente lo que había visto morir dentro de él: su inocencia.

Pensar en eso incendiaba mi espíritu. Sobre todo, por la carga que el buen Betico tendría que llevar de ahora en adelante sobre sus pequeños hombros. Una pesada maleta llena de amargas experiencias sumiéndose lenta e inexorablemente en lo profundo de su alma; una sombra que tendría que arrastrar por ser tristemente lo que la vida quiso que fuera: un huérfano sin arraigo o los recuerdos de una vida anterior. Tan solo los que él mismo se labre y coseche a partir de hoy.

Sí, definitivamente me causaba angustia pensar sobre lo que iba a ser del buen Betico cuando saliera de acá. Afortunadamente, me quedaba el consuelo de saber que, hoy, este bello niño se alejaría de este indolente establo llamado orfanato… y sobre todo, del maldito conserje.

Ninguno de los niños que hoy se quedaban (a la espera de pertenecer a una familia) merecían convertirse en la cena de ese miserable: un depredador sin fuelle en el corazón; pero eso sí, con una veintena de deplorables muescas que, si pudiera, las ostentaría con la desfachatez que solo un depravado puede tener. Un niño como Betico nunca debió ver morir su inocencia de tan mala manera. Sobre todo, por cuenta de manos tan sucias e infames.

–No, maldito… ni uno más –susurré a la nada.

Betico volvió su rubia cabecita y me sonrió –como siempre­–, con sus grandes incisivos reposando con picardía sobre el labio inferior y con ese brillo de inconfundible ternura puesto sobre ese par de inmensas aceitunas con las que todo lo observaba. Él siempre dudaba en atreverse a mirarme. A veces, percibía que lo hacía con cierto recelo, e incluso, con algo de temor: como si pudiera verme y no verme. De todos modos, siempre me las arreglaba para otorgarle el poder y la confianza para que cualquier duda o miedo –a lo que los otros pudieran pensar de él– se disipara. Siempre busqué el momento para expresarle que, a pesar de su inmerecido abandono, no estaba solo… «No, no lo estás”

Intenté volverme hacia él para manifestárselo, pero ya había desviado su mirada hacia la entrada. Bueno, no importa. Betico ya no tendrá que cubrir su cuerpo entre sábanas de miedo y deshonor; no más noches en vela suplicándole al cielo que el asqueroso conserje no se presente a arroparlo. Hoy, percibía que su espíritu estaba en mediano reposo y su alma agradecida por este nuevo viaje que la vida le quiso otorgar.

La puerta de la entrada se abrió haciendo sonar la campanilla que colgaba de la parte superior. El contraluz le dio forma a la joven pareja que venía a recogerlo. Betico los miró de reojo, algo sonrojado, aumentando el ritmo de su respiración, pero no dijo nada; no se movió. Tenía miedo de mostrarse demasiado vivaracho o intenso y que eso los asustara. Un leve carraspeo lo hizo respingar sentándose derecho y volviéndose hacia el frente.

–¡José Alberto, levántate! que ya llegaron por ti –le dijo la directora del orfanato parada junto a su oficina (sería y solemne) indicándole con la mirada que se moviera y se hiciera junto a ella.

Betico se bajó de la banca –presuroso y nervioso– y se puso al lado de la directora. Ella lo tomó de la mano y se acercó a la pareja. La mujer se agachó y le entregó un osito de peluche mientras lo saludaba con dulzura. El hombre también se había agachado, mirándolo con ternura y emoción… Betico tan solo sonrió.

Me gustaba su nueva familia. Irradiaban un halo de energía desbordante de cariño. La directora los invitó a su oficina para que finiquitaran el tramite de adopción.

Betico se detuvo un momento mirando hacia el fondo del pasillo, notoriamente ofuscado. Me volví hacia esa dirección. Ahí estaba el maldito depravado mirándolo a hurtadillas desde la ventana de la conserjería; mandándole un sucio beso de despedida.

El niño me miró compungido, conteniendo una gruesa lágrima. Yo, le ofrecí la mejor de mis sonrisas. Betico se serenó y me dedicó una de las suyas –mucho mejor que la mía–, mientras tomaba de la mano a su nueva mamá… Con su otra manita me dijo adiós –para siempre– y entró a la oficina.

Sintiendo mi espíritu colmado de energía, me dirigí lentamente y en silencio hacia la oficina del conserje. El bastardo no podía notar mi presencia porque su mugrienta alma no lo merecía. Sentí un extraño regocijo al contemplarlo y saber que, desde hoy, ese miserable iba a sentir algo muy parecido a lo que les habría hecho padecer a tantos niños.

A pesar de las inexorables prohibiciones y sin importarme las consecuencias inmediatas, o eternas, decidí presentarle mis respetos al cobarde. Llené mi espíritu de valor y decisión… y me deslicé hacia delante.

Mi esencia atravesó la puerta sin problemas, flotando lentamente y con suavidad hasta quedar suspendida junto al conserje.

La bestia levantó su cabeza sintiendo el frío de mi presencia… De su aterrada boca salió un vaho que lo confirmaba.

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