Le decían el chef de la maleta.
No de cuchillos de cocina, sino de libretas, plumas y secretos.
La pasión con que decía las cosas era única; quizás por eso se volvió imprescindible para muchos.
Quizás haya un lugar reservado a los que viajan mirando con los ojos de otros, o en los oídos de los que nunca tendrán la posibilidad de ir a ninguna parte.
Sus visitas se dividieron en tres tiempos; entrada, plato fuerte y postre.
En uno de esos tantos tours maravillosos conoció a Marindia.
Sin pensarlo, sin plan determinado, sin excusas .
Un hombre de sesenta años enamorado de una muchacha de ventinueve .
Un bocado de frambuesa madura, un trago de vino robusto y tánico.
Siguió por la vida como si sólo el amor a la comida y a su mujer existieran y lo empujaran a seguir adelantándose a muchas cosas.
Vivió un tiempo entre los brazós jóvenes y el dolor viejo.
Fué sincero en todo lo que pudo y en lo que no tampoco se hizo mucha mala sangre, ya que el valor de decir cosas ciertas le venía de antaño; de raíces fuertes de hombres arriesgados y mujeres duras.
Dicen que cuando cocinaba no podía dejar de reir y llorar al mismo tiempo.
O tal vez eran sus ojos los que no dejaban ver la diferencia.
Que cuando agregaba sal a un plato era porque lo necesitaba realmente.
Porque algunos no la necesitan.
Son la sal y basta.
Son el olor a salvia dulzona , la impertinencia del romero agreste, la melancolía de la albahaca verde, la acidéz mentirosa del jengibre fresco.
Ellos eran sus amigos.
También tenía otros a los que no conoció nunca porque lo espiaban y adoraban desde una pantalla de plasma.
Una vez le oimos decir que no había mejor desayuno que las sopas vietnamitas.
Ahora es tiempo de tristeza y llanto.
Nadie contó con el dolor de su alma, así que se quiso ir de la misma forma que bebió la vida.
Rápido y de un solo trago.
Cerró los ojos tristes sobre el colchón de un viejo hotelito en Singapur.
Y se fué de viaje final sin la maleta.
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