No fue Zeus quien desató su furia para completar la destrucción de Selinunte, tampoco ningún cataclismo. Fueron las guerras entre los Selinus y los cartaginenses aliados con los vecinos de Segesta antes de la Primera Guerra Púnica, ya después de los enfrentamientos sólo quedó debacle, llegamos los romanos, sacamos a todos los habitantes, los vendimos como esclavos y dejamos el lugar desierto.

La gente vivía en una colina donde estaban asentados los hogares, allí sembraban, araban la tierra, criaban ganado, vivían una vida pacífica, con el Mediterráneo de compañía iluminando sus días y, hasta allá llegamos, el que se oponía sencillamente moría, por mis manos pasó sangre, dolor, gritos desgarrados, separaciones, niños sin familia, casas destruidas, hasta que los encontré, eran dos hermanos escondidos, una chica y un chico, llenos de miedo, de angustias, cargados de tristeza, llenos de hollín, tierra, lágrimas desesperadas. Los ayudé a esconderse en un mejor lugar, no podía seguir aniquilando gente, no tenía fuerzas para escuchar más gritos y lidiar con más miedos.

Cuando todos los sobrevivientes fueron embarcados y enviados a península, me las arreglé para quedarme en Selinunte y buscar a ese par escondido en lo que ahora sólo eran ruinas. Allí estaban, temblando, llorando, pero vivos y necesitados de explicaciones y amor, de hogar. Los llevé al mar a que tomaran un baño, les di comida y comencé a elaborar un plan para sacarlos de ahí. Ya había visto como era la venta de esclavos, como eran enjaulados y vendidos al que pagara más y los tratara peor.

No era la primera vez que este pueblo pasaba por una invasión, ya Segesta había hecho de las suyas muchos años atrás, pero que a los que quedaron vivos los dejaron permanecer allí porque lo que les importaba era anular a Selinunte del mapa de comercio del Mediterráneo y lo habían logrado. Esta vez fue diferente, no quisieron que quedara nada ni nadie, todo lo que deseaban era aniquilar, quemar, destruir. A pesar de la tristeza, la mirada de estos hermanos era clara, inocente, no podía hacerles daño, no debía fallarles.

Me perdí en mis pensamientos mirando el horizonte, el día estaba hermoso y el sol se miraba en el espejo del mar, reflejando sus maravillas y proyectando una luz fascinante, a mi izquierda se levantaban los templos de Apolo y de Hera, con unas dimensiones impresionantes, eran magníficas edificaciones y aunque no entendiera nada de la dinámica de esta civilización, me sentía cautivado ante tanta grandeza, ante la exactitud de las piezas encajadas en cada templo para lograr esa maravilla arquitectónica.

Necesitaba salvar a esos chicos de ese destino cruel y quería salvarme a mi mismo de seguir ejecutando personas en el nombre de algo o de alguien en quien ya no creía. Era un soldado, un hombre de batallas, de armas, pero, no podía seguir matando a gente inocente, no me creía capaz de continuar haciendo atrocidades y debía tomar la determinación de acabar con esa parte de mi historia, que lejos de enorgullecerme me daba vergüenza.

Los llevé a algún punto lejano de la costa, donde pudiéramos descansar sin el temor de ser encontrados e ir pensando qué hacer por si los romanos volvían, estaba atormentado pensando en la deserción, en el abandono de las filas del Imperio Romano, estaba perdido en el idealismo de comenzar una familia con ellos, en la necesidad de crear un hogar lejos de la aniquilación; cuando la chica comenzó a orar, me dijo que ya estaba limpia, libre de manchas y comenzó a rezar en voz alta, se le unió su hermano y yo estaba atónito, no sabía qué hacer o qué decir, así que los dejé actuar y entendí que eso era lo quería hacer en mi vida, ser responsable de alguien, trabajar para tener un hogar.

Decidimos movernos hacia el este de la isla para intentar integrarnos en las poblaciones, antes de dejar Selinunte pasamos por los templos de Apolo y Hera a dejar flores, pues era lo único que quedaba después de la debacle, echamos una última mirada a lo que quedaba de la ciudad y partimos hacia Siracusa. Eran chicos realmente especiales, obedientes, respetuosos, sabían utilizar los recursos de la naturaleza, pudimos comer lo que cazábamos y dormíamos en cuevas o a los pies de los árboles más grandes. Pasábamos mucho rato hablando de donde viviríamos y qué haríamos una vez que fuéramos realmente libres.

Los sueños de libertad son una utopía, pasados un par de años de la llegada a Siracusa, de tener casa, siembra, algunos animales, de ver a esos chicos crecer sana y felizmente, de poder resarcir a través de ellos todo el daño que había causado (y en cierta forma fue posible durante el período que estuve con ellos) llegó el miedo. Me alcanzaron, los romanos me encontraron, llegaron a casa y no hubo ningún tipo de lucha, los chicos no estaban y era mejor así, ellos no iban a negociar. La luz se apagó y con ella mis ganas de verlos convertirse en adultos, pero al menos sus vidas se salvaron y valió la pena cada esfuerzo, cada paso, cada sacrificio.

Selinunte quedó en el olvido de todos, de la ruta de comercio del Mediterráneo, de los romanos, de los habitantes del resto de la isla, sin que interviniera la furia de ningún dios griego.

Silvia, estremecida de la emoción de haber llegado hasta Sicilia, de pensar en la historia de Selinunte y de como acabó en ruinas, agradeció que las cámaras hoy sean digitales y no tener que cambiar de carrete para atrapar en imágenes tantos siglos llenos de memorias, recorrió, respiró su aire marino y fotografió las casi trescientas hectáreas de este invaluable parque arqueológico, el más grande de Italia y uno de los más grandes de Europa.

El turquesa intenso del Mediterráneo juega con esa maravilla histórica y le da al lugar un aire misterioso, de leyendas, fábulas y mitología ampliada.

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