El alma tiene sus trucos para no alejarse de la orilla y volver al punto de partida, justo al momento previo en el que todo se perdió.

Desde la montaña recordaba las casas pintadas de colores, que abarcaban desde el azul cielo al amarillo sol, con balcones y terrazas llenas de flores. Excepto una. Estaba alejada de las demás y era de color gris invierno, como el cielo próximo a desatar la tormenta. Esa era mi casa de juventud.

Con mi cabello gris, desordenado y con mis huesos cansados por la edad, volví después de un largo viaje. Era un recorrido de esos que se hacen en solitario. Llegué al alba, en medio de un cielo roto y de lluvia en los tejados, para vivir y morir en un mismo instante.

La claridad apenas despuntaba, pero tampoco habría mucha ese día, una densa niebla se cernía sobre ella. Ya no la habitaba nadie y estaba en ruinas. A través del hueco de las ventanas podía ver cómo iba creciendo la maleza en algunas partes de la casa. Sus dos plantas apenas se sostenían: los dormitorios arriba, el salón, el comedor y la cocina abajo. Así la recordaba. Su puerta caoba gastada por los años aún seguía en pie, anunciando mi llegada. Me acerqué a ella un poco dubitativa. Yo estaba cansada, la vejez hacía mella en mí. Me senté un momento en el escalón de la entrada para tomar un poco el aire porque apenas podía respirar. Estuve unos minutos y al levantarme sentí una repentina inyección de energía. Me puse de pie rápidamente y crucé el umbral, mientras un extraño escalofrío me recorría.

Ya adentro todo comenzó a tener vida propia. La música sonaba, las paredes frías y manchadas tomaron los colores de mi juventud. La vieja casa desahuciada desapareció para darle cabida a la primavera.

Caminé por la estancia, y a mi paso todo iba adquiriendo forma. Los muebles aparecían de la nada, se iban acomodando tal y como los recordaba. La cocina de pronto olía a café recién molido, a maíz cocinado.

Me acerqué al espejo de la entrada y mi cabello gris se convirtió en una larga cabellera rubia. Las arrugas fueron desapareciendo y mis manos se tornaron suaves como en mis recuerdos. Volvía a ser joven. Disfrutaba viendo mi cuerpo antes desgastado y ahora fuerte como antaño. Pero en esa imagen proyectada había algo que me desconcertaba: mi mirada, era la de una anciana de ochenta años que conservaba el paso del tiempo.

Los sonidos de unos pasos en la planta de arriba hacían crujir la madera y decidí subir las escaleras. Al llegar el sonido se detuvo, pero un olor a romero impregnaba el ambiente. Me dirigí a mi antigua habitación, la cama doble, las dos mesillas de noche, continuaban allí. Abrí la puerta del armario y encontré mi vieja ropa. Lo que llevaba puesto se me antojaba ridículo con mi nuevo aspecto. Me desvestí y caminé hacia el baño. Después de tan largo viaje quería sentir el agua caliente sobre mi cuerpo. Me quedé inmóvil viendo en el espejo mi desnudez. Di unos pocos pasos hasta la bañera, me sumergí en el agua caliente y cerré los ojos.

El frío del agua me despertó. De un salto y sin secarme me acerqué al espejo de nuevo, por un momento tuve miedo de que todo hubiese sido un sueño. Al mirarme no vi a la anciana que llegó al alba, aún seguía siendo joven, pero de nuevo me topé con mis ojos longevos y esto hizo que me apartara bruscamente de la imagen reflejada. Había olvidado ese detalle: los dioses no nos habitan.

Del armario cogí un vestido blanco, ceñido al cuerpo, y justo al terminar de vestirme escuché un grito que provenía de la planta baja:

—El desayuno está servido. —La voz me era familiar.

Bajé las escaleras, y me acerqué lentamente a la cocina. No había nadie, pero el café estaba sobre la mesa, y una arepa recién hecha, aún caliente, en el plato. Hacía muchísimos años que no la comía, y aunque me apetecía, tenía la sensación de estar saciada, de no tener hambre.

Vi una figura a lo lejos en el jardín trasero y crucé rápidamente el ventanal para acercarme. En unos bancos de piedra había un hombre alto, ojos negros, tez blanca y pálida que olía a romero, aún no llegaba a los treinta. Era mi marido. Él al verme se levantó, y mientras me observaba, descubrí que su mirada no había cambiado en estos años, como sí sucedió con la mía, sus ojos tenían el brillo de la juventud. Caminé pausadamente, hasta sentarme a su lado. Una tímida sonrisa afloró en sus labios. Ambos guardamos silencio.

La última vez que lo vi fue hace cincuenta años. Una mañana lluviosa de abril, antes de que el coche en el que viajaba se estrellara con un camión que invadió su carril, llevábamos diez años casados. Días después salí por la puerta de esta casa y no volví, hasta hoy.

Con voz suave me dijo:

—Es el momento de partir. —No entendí sus palabras, tardé varios segundos en reaccionar.

—¿Qué sería de nuestros hijos y nuestros nietos? No puedo dejarlos solos. —Y antes de que pudiese continuar, me dijo:

—Te acompaño a la entrada. —Acepté con un gesto.

Al llegar a la puerta vi a una mujer mayor, tendría casi 80 años. Estaba sentada en el escalón de la entrada. Su cabello blanco y desordenado era el de la anciana que llegó al alba en medio de un cielo roto y de lluvia en los tejados. Su cuerpo inerte yacía recostado sobre el umbral.

Apreté la mano de mi marido y seguimos andando juntos, con la inmortalidad de los Dioses, lejos de esa vieja casa gris y ahora, por fin, totalmente abandonada.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS