No debí moverme de donde estaba…pero lo hice, y ese error puso en peligro mi vida.

Año 2003. Estoy en Tingo María, Perú, donde he capacitado a los integrantes de una organización local, aprestándome para emprender el regreso. Tingo María es la puerta de entrada a la amazonia peruana, y es conocida por “La Bella Durmiente”, esa formación montañosa que asemeja una mujer acostada de espalda.

La única forma de llegar a Tingo María es por tierra, y yo lo he hecho en bus desde Lima. Estoy muy resfriado y me la he pasado estornudando durante todo el viaje, por lo que apenas he podido dormir unas pocas horas. Me había ilusionado con la ducha caliente que me iba a dar, pero sólo encontré agua fría. También en bus deberé volver a Lima, para tomar el avión que me llevará de regreso a la Argentina, donde vivo. Hasta Lima, vendrá conmigo mi amiga Guadalupe, que vive allí, y se encuentra de visita aquí.

Es presidente Toledo, y soporta una larga huelga de docentes, a la que hoy se han unido los campesinos. Se han movilizado y están cortando las rutas mediante piquetes, y poniendo rocas y troncos para impedir el paso. Los buses no salen, y yo debo estar mañana en Lima para tomar mi vuelo. Me recomiendan tratar de llegar a Huánuco para, desde allí, poder llegar a mi destino sin contratiempos.

Puedo, afortunadamente, tomar un “taxi colectivo” hasta un puente que, si estuviera obstaculizado, podríamos atravesar a pie rápidamente. Del otro lado no sería difícil encontrar transporte que nos llevaría a Huánuco.

Me dicen que la situación puede complicarse, por lo que me instan a partir de inmediato. Conmigo vienen Guadalupe y otros cuatro peruanos, de modo que, en total, somos seis pasajeros y el chofer.

Como era de esperar, el taxi no puede atravesar el puente, pero lo cruzamos caminando sin inconvenientes.

Sin embargo, como no era de esperar, del otro lado no hay medio de transporte alguno, por lo que debemos continuar nuestro viaje a pie. “¿Cuánto tiempo de marcha tendremos?”, indago. Pero no hay respuesta; nadie lo sabe, incluida Guadalupe. Así que nos ponemos en movimiento.

A los pocos minutos nos hemos quedado solos -bastante retrasados- Guadalupe y yo, que cargamos, Guadalupe un pesado bolso, y yo, una valija que pesa una tonelada por los obsequios que he recibido.

En realidad, no estamos tan solos. A lo lejos podemos ver algunas personas –seguramente campesinos piqueteros– portando palos, que nos observan desde la distancia.

“Nos van a asaltar y robar”, dice Guadalupe, exhibiendo un particular optimismo.

“Ojalá lo hagan” –pienso– “y se lleven esta valija que me está matando”.

Pero no lo hacen.

Estamos a mil ochocientos metros de altura en un camino de montaña, solos con nuestro equipaje, no tenemos agua – “para qué llevar agua, si vamos en taxi hasta Huánuco”, dijo Lupe – y no hay un mísero arbolito para tener un poco de sombra; ni siquiera nuestra propia sombra, ya que son las doce del mediodía y tenemos al sol cenital sobre nuestras cabezas.

Y aquí vamos, Guadalupe, yo y nuestra pesada carga, caminando por la montaña en dirección a Huánuco.

El camino no es llano, y yo me canso y me agito, como consecuencia de mi edad y de la altura, supongo.

Tras una hora, comenzamos a cruzarnos con algunas personas que vienen caminando en dirección contraria.

“¿Cuánto tiempo tenemos hasta Huánuco?”, pregunto.

“Bueno, nosotros hemos salido de allí a las ocho de la mañana”.

“¿Qué..! Cinco horas! Tenemos que caminar todavía cinco horas?!»

Ni mamado…! Yo no doy un paso más… Hasta aquí llegué, y aquí me quedo, así, sentado sobre mi valija, y que sea lo que Dios quiera..! Por qué no me habré quedado con “La Bella Durmiente”!

Han pasado apenas unos minutos que entre la sed y la angustia me parecieron horas.

Se me nubla la vista pero, sin embargo, distingo a lo lejos un punto en movimiento que viene acompañado de un ronroneo increscendo.

A medida que lo tengo más cerca, compruebo que se trata de una moto, con dos hombres, acercándose a nosotros en el mismo sentido en el que vamos.

No sé de donde salió, porque en el puente no estaba, pero dejo mis dudas para mejor ocasión y me paro para que sepan que espero se detengan.

“Vamos a Huánuco”, le digo respondiendo a su pregunta. “Entonces, espérenme aquí, que llevo a este señor y vuelvo”, promete. “Sí… Seguro que nos viene a buscar”, sostiene Lupe con su proverbial optimismo.

No obstante, a las dos de la tarde, el señor de la moto nos está invitando a subir a bordo.

Nos ponemos en marcha; el señor conduciendo, en el medio Lupe con su bolso, y atrás yo sosteniendo mi valija. Ponele música de Nino Rota, y es un film de Fellini.

Deberemos apartarnos del camino principal y tomar por un sendero en la montaña, porque los piqueteros le dijeron al “señor de la moto” que no volviera a pasar por allí llevando gente. Nos bajamos del vehículo, varias veces, para apartar troncos y piedras que nos impiden pasar, y cruzamos arriesgadamente puentecitos de madera semi destruidos.

Los campesinos nos arrojan piedras desde lejos. “Nos van a robar”, me previene Guadalupe por segunda vez. Y yo, una vez más, vuelvo a pensar en mi pesada valija.

Pero no nos roban, ni aciertan con sus piedras, y después de bajarnos y volver a subirnos a la moto varias veces, finalmente divisamos el trazado de Huánuco, nuestro deseado destino.

Ahora por fin, me digo, voy a poder darme una ducha bien caliente!

Año 2018: estoy en mi casa escuchando el segundo movimiento -andante con moto- del trio op. 100 de Schubert.

Y el recuerdo de aquel viaje vuelve a mi memoria.

Sonrío.

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