ME ENCANTA VIAJAR… EN EL MISMO SITIO

ME ENCANTA VIAJAR… EN EL MISMO SITIO

Siempre deseé viajar pero de distinta manera a la usanza tradicional. Es un anhelo que albergo de cuando me tiraba bocabajo en el fresco piso del portal de mi niñez a hojear aquellas revistillas -sin saber leer y escribir, todavía- en las que vivían figuras que poblaban mi imaginación. Con Batman y Superman perdí mis “dientes de leche” pues tenía la certeza de poder volar con una toalla roja o negra anudada al cuello, en dependencia del héroe que tomaba posesión de mi espíritu. Pero el verdadero compañero de mis vagabundeos era Toby -creo que formaba parte de las aventuras de La pequeña Lulú-, y la tremenda capacidad del chico para irse a otros sitios a través de unos parches redondos que pegaba al suelo y en las paredes. ¡Hubiera dado cualquier cosa con tal de irme al otro lado usando uno de aquellos parches!

Ya lo digo, mi propósito no era viajar a caballo, ómnibus, tren, avión, barco, auto o cohete, ni siquiera a pie, sino a otra dimensión y para lograrlo debía ser a través del túnel llamado Tiempo, importándome poco si era al pasado o al futuro. Por supuesto, yo no esperaba que el milagro viniera a mí sino que ensayaba una y otra vez. Y bueno, aquí en esta dura cabeza mía conservo las huellas de tales intentos. Es que hay personas que no entienden los propósitos científicos de los investigadores y les limitan en sus exploraciones. Esa tragedia me ocurría con mi madre y sus manos y la lengua rapidísimas y duras, juntas y por separado.

Pero, lo juro, olvidaba yo los trastazos y las imprecaciones o se me quedaban en la mismísima epidermis pues apenas me alejaba un metro del “potro de los tormentos” ya estaba ideando la nueva aventura con la que realizaría el “viaje” soñado. Quería dejar atrás el tiempo actual o la dimensión conocida y recurría a todos los artificios imaginables. Mi más brillante acción consistió en tomar “prestada” la batea de aluminio de la vecina para echarme a “La Turbina” en pos de perspectivas diferentes. Es que para entonces había aprendido a leer y creía entender todo y en uno de aquellos muñes me enteré de que “…navegando siempre hacia el horizonte contactaríamos con nuevas tierras y otros mundos.” Lo malo era que “La Turbina” -a un costado de mi natal Ciego de Ávila- tenía mala fama por ahogarse allí mucha gente cada año y esa vez me la sentí como nunca en las enrojecidas nalgas.

Mas el ímpetu con que me arrastraba el deseo de “viajar” era superior a chancletazos, jalones de orejas, suspensión del dinero para la merienda, no más televisión por una semana y hasta la prohibición de retozar en la calle, y -¡el colmo, cuán torturante!- que les viera a través de la ventana con barrotes de cómo se divertían jugando a “buenos” y “malos” y disparándose revólveres imaginarios para entonces gritarse que la bala le había acertado y “te tienes que morir”, por lo que algunos se tiraban al suelo para luego arrastrarse asegurando que estaban “heridos” y podían seguir peleando, a lo que otros replicaban que “acabara de morirse pues el disparo había sido hecho con muy buena puntería…” Y yo lamentándome en la ventana porque ni siquiera podía poner el muerto en una de aquellas batallas.

Cierto era que no podía irme a la calle pero disponía de otras vías a través de las cuales emprendería el anhelado “viaje”, haciendo esa vez uso del túnel llamado Tiempo para atisbar en el Futuro sobre cómo sería la gente de cinco mil años en adelante, y si era verdad que habrían perdido más pelos, tal cual afirmaban los futurólogos en la televisión, y tampoco tendrían tantos dientes ni mucha boca porque apenas la utilizarían para masticar. Y para ello me armaba de destornillador y/o alicate y/o cuchillo y me metía debajo de una cama con el nuevo reloj despertador -siempre un Big-Ben, de los que a mi padre le gustaban por la precisión y el aguante para los encontronazos-, y averiguaba en sus “tripas” cómo y qué hacía aquel aparato con el Tiempo, a ver si yo encontraba el dichoso túnel para irme a otro sitio. Por eso compraban otro y un castigo más severo aunque diferente por si surtía el efecto deseado.

Paralelamente, la escuela entraba en mi cabeza y aumentaban las ganas de penetrar Otros Mundos. Ya era capaz de arponear la ballena Moby-Dick y de irme a vivir a una islita solitaria en compañía de Robinson Crusoe y de merodear por buena parte del viejo París de la mano de D’Artagnan y de caminar lupa en mano por las húmedas callejas de Londres al lado de Sherlock Holmes… Fue cuando cayó ante mis ojos El ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, con el que sí me colé a través de aquellos parches, para cabalgar sobre el jamelgo Rocinante en pos de molinos de viento y mirar además en la urdimbre de los conflictos humanos, que eran como los actuales y serían idénticos a cuando no tuviéramos tantos pelos ni dientes.

La verdadera tragedia en mi cabeza era encontrar una vía para liberarme de la atadura que es el Tiempo y que no me ocurriera como a primates y dinosaurios en antiquísimas y petrificadas huellas dejadas en lava todavía caliente y en estratos geológicos de millones de años pasados. Pero, aunque me cueste decirlo, los seres humanos, los animales y las cosas pertenecemos a espacios habidos entre dos puntos, las fechas del comienzo y del fin para cada cual. Comprendía a tan temprana edad que era prisionero del Tiempo y pretendía escapar. Aclaro sin embargo que no hay nada más fascinante que el “viaje” de la vida, con velocidad de vértigo unas veces y a pasito de tortuga otras, acompañados de viajeros alegres y tristes que siguen más allá de las estaciones que cada cual trae en mente o que de pronto se apean ni dónde soñaban.

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