Por las escaleras no se había encontrado con nadie como temía. Abrió la verja del portal y, con el corazón latiendo con fuerza, se lanzó a la calle.

Debería haberme puesto el vestido beige y no este rojo tan llamativo que marca mucho, pero bueno, de eso se trata ¿no?, pensó.

Caminaba por el enlosado irregular de la acera sobre los zapatos recién estrenados, preciosos, pero de tacones tan altos que tardó un trecho en hacerse con ellos.

Había pasado toda la mañana preparándose con decisión. Eligió para esta crucial ocasión, un maquillaje corrector de tono amarillo, polvo natural y rubor. Para los ojos, dos sombras; clara sobre todo el párpado y más oscura en el arco, y, después de meditarlo un momento, se decidió a añadir un último brillo glass sobre el rojo fuego de sus labios para compensar su delgadez.

—Qué demonios, a por todas—, se dijo.

La calle estaba muy concurrida a esa hora de la mañana. Era la pausa del cafelito y los empleados salían de sus edificios en grupos ruidosos bromeando entre ellos hacia los baretos del barrio.

Siguió con paso seguro mirando al frente mientras notaba velados murmullos y miradas brillantes.

Por qué me habré puesto estas cadenas que no van para nada con los pendientes, pensó mientras avanzaba hacia su destino.

El bar de Arturo se llama «La Tundra» en recuerdo de la Rusia, patria de acogida de su abuelo Genaro que fue niño de la guerra. Allí se reúne la gente del barrio y siempre hay un ambiente simpático y familiar.

Mientras se dirigía hacia allí notó que se tensionaba de nuevo y se dijo:

Bien, la hora de la verdad.

Atravesó la entrada de cristal sin mirar como otras veces el anuncio del menú del día pintado en letras blancas en un lateral, y se dirigió a la barra. Vio a Pascual, el carnicero en su rincón habitual con la copa de coñac, a Conchi la de «Stilos», tan exagerada como siempre, con una clienta, y al grupo del despacho de abogados opinando con contundencia y sin posible acuerdo sobre los partidos del domingo.

¿Qué le pongo, señorita?—, dijo Arturo mientras se acercaba secando un plato con un paño blanco.

Un desayuno con churros. El café con leche templada, por favor, y dos sobres de azúcar—, contestó.

El profesional quedó un momento inmóvil e imperceptiblemente sus ojos se dilataron. Luego, haciendo gala de largo oficio, gritó;

—¡Marchando uno con leche!

Por un momento hubo un silencio en el establecimiento, pero después de alguna risita contenida y varias miradas de asombro, el bar recobró su normalidad.

Cuando acabó el desayuno, preguntó si seguía costando lo de siempre. El empleado asintió con la cabeza, y Tomás abrió el bolso y dejó las monedas sobre el mostrador. Luego se bajó del taburete, se alisó la falda y se dirigió a la salida.

¡Adiós, Tomás, vas que rompes!, oyó al salir.

Sonrió divertido y taconeando con paso seguro se dirigió a su casa emocionado y orgulloso por el éxito de su, tanto tiempo dilatada, prueba de fuego.


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