En tierra extraña

En tierra extraña

Javier Reiriz

11/06/2018


Nada más aterrizar la aeronave, liberó el cinturón de seguridad y dejó escapar un profundo suspiro, hasta el punto de que la pasajera que volaba a su derecha, oyéndolo, sonrió divertida. ¿Su primer vuelo? —dijo. La pregunta quedó suspendida en el aire.

Al abandonar el avión pasó junto a la auxiliar que con tanta paciencia le había atendido durante el vuelo, improvisando un tímido saludo. A su lado, con la sonrisa todavía en el rostro, bajaba la pasajera que momentos antes se había dirigido a él. La miró por el rabillo del ojo y se recriminó no haber prestado la debida atención a su espléndida belleza. ¡Maldita fobia! Quiso disculparse.

—No, no lo es, pero no consigo acostumbrarme. El volar me puede —dijo mostrando la cara más amable que fue capaz de componer.

—¿Perdón?

—La respuesta a su pregunta. Discúlpeme por no haberla respondido antes. Estaba un poco nervioso.

—Oh, sí, claro —la mujer se volvió para tirar de su maleta, que se había atascado en la escalera—. No tiene importancia. ¿Negocios?

—Hummm… No. En cualquier caso es una historia muy larga. Puede que algún día se la cuente. Permítame que le eche una mano —ya estaba cogiéndole la maleta—. ¿Y usted?

—Bueno, yo sí vengo por negocios, pero es una historia demasiado corta. Regreso a París en el último vuelo.

Acompañó a la mujer hasta la salida, bromeando con cosas intrascendentes. Afuera, un coche la esperaba con el motor en marcha.

—Voy un poco justa, pues tengo una reunión en apenas una hora. El tiempo preciso para refrescarme un poco. Ha sido un placer conocerle. Mi nombre es Isabel. Isabel Durán —dijo ofreciéndole la mano.

—Modesto Sánchez —extendió la suya—. Tal vez en otra ocasión dispongamos de tiempo para contarnos nuestras historias.

—Me encantaría —sentenció ella con otra radiante sonrisa “made in señora estupenda” mientras subía al coche.

El vehículo se alejó y Modesto lo siguió con la mirada hasta que se perdió de vista. Fue en ese momento cuando fue consciente de dónde se encontraba. Lo que sus ojos veían no se parecía en nada a lo que había dejado años atrás, cuando en 1939, a punto de entrar las tropas nacionales en Madrid y con apenas dieciocho años, tuvo que salir hacia el exilio. Francia lo había acogido, pero si actualmente gozaba de una posición cómoda no se debía al azar ni a los regalos de los gabachos —como le gustaba llamar a los franceses—, sino a haber trabajado muy duro.

—¿Taxi, señor?

Modesto seguía inmerso en sus pensamientos cuando la voz del taxista volvió a percutir

—¿Necesita un taxi, señor?

—Oh, sí. Lléveme… Lléveme a la Puerta del Sol.

Contempló asombrado el gran cambio experimentado por la ciudad, pero le fue fácil reconocer viejos edificios y la estructura de las calles principales, que seguían igual. Fue hacia la Plaza Mayor y por el camino encontró una cafetería que estaba abarrotada de gente de todas edades. El olor del aceite caliente y de la masa al freírse hizo que se sintiese transportado a lugares conocidos, aunque prácticamente olvidados.

—Porras, ¿tienen porras? —le preguntó al camarero.

—Claro, caballero, ¿quiere, además, algo para mojar el churrete? —el camarero rió su propio chiste pero al ver que no era secundado soltó un grito desganado por encima del hombro. ¡Marchando uno con leche y una de porras!

El primer bocado le hizo estremecerse. El sabor intenso de la crujiente masa explosionó en su paladar bloqueando sus demás sentidos. No es que fuese sólo el sabor lo que realizó la transformación: eran los treinta y siete años que había pasado en un país extranjero, con gentes extrañas y lengua desconocida; era su familia, abandonaba a una suerte incierta. Eran tantas cosas… Se recostó en el respaldo de la silla saboreando uno a uno los sucesivos bocados y extrayendo aromas y texturas durante muchos años arrinconados. Cuando terminó estuvo fijándose en la gente para ver si le sonaba alguna cara, pero nadie pareció darse cuenta de la lucha que libraba en su interior, de la soledad que le producía el regreso a su propia casa.

Cogió el metro en dirección a La Cibeles, para continuar, ya a pie, por Recoletos. Tal vez en ese lugar tan frecuentado por él en el pasado, pudiese encontrar alguna respuesta a las preguntas que constantemente se hacía. Volvió a fijarse en las personas, pero iban a lo suyo y no mostraban interés por nada. Le parecían raras. Tan raras que creía no tener nada en común con ellas. “tantos años fuera me han convertido en un extraño en mi propia tierra” —sonrió con amargura.

El Paseo de Recoletos le condujo a un lugar donde solía acudir con su padre a tomar horchata fresca. Allí, en el Café Gijón, asistió a multitud de tertulias, conociendo a gente como García Lorca, Valle Inclán y tantos otros. Ese lugar había estado en su memoria durante el exilio, recordando palabras cariñosas que la gente le dedicaba. Se alegró mucho de verlo todavía abierto, pero no había nada en él que le recordase a aquélla época: ni la decoración, ni la gente que en él estaba. Además, ni siquiera tenían horchata.

A última hora de la tarde Modesto estaba de nuevo en el aeropuerto, luego de realizar una fugaz visita al cementerio para estar unos minutos con sus padres. Quería conseguir un billete de vuelta a París para ese mismo día. Tuvo suerte. Alguien se había sentido indispuesto y había cancelado su viaje. Mientras esperaba vio pasar a la mujer que había viajado con él esa misma mañana. Recordó que le había dicho que regresaría en el último vuelo.

—¡Isabel! —llamó. A la mujer se le iluminó el rostro cuando le vio saludándola.

—¿Usted? No sabía que regresara tan pronto.

—Pues ya ves, yo tampoco. ¿Recuerdas que te dije que algún día te contaría mi historia? —Modesto la cogió del brazo, mientras por la megafonía anunciaban el embarque del vuelo—. Creo que es un buen momento para empezar a contártela.

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