La «tricotadora» sigue en el pueblo, en el mismo lugar que mi madre la dejó, como si fuera un testimonio de su existencia.

Es una máquina con un cuerpo rectangular escuálido y alargado, apoyada sobre unas largas y despatarradas patas. Un cuadro de mandos acoplado a su cuerpo, compuesto de dos ruedas numéricas y un asidero, es su único cerebro. A simple vista parece una máquina ridícula.

Se trata de una de esas máquinas de tricotar que aparecieron en los hogares españoles allá por los años 70. Su auge y su apogeo duró más o menos una década, después, con los cambios en el mundo del comercio textil, a duras penas se mantuvo hasta principios de los 90.

“Mujer, ayuda a la economía familiar trabajando en tu casa” ese era el mensaje con el que convencieron a muchas mujeres (porque a ellas iba dirigido) y también a nuestra madre.

La máquina aterrizó en el verano de 1972 en nuestra casa y con ella cambiaron muchas cosas, sobretodo para ella.

Un cursillo de una semana para aprender a usarla, ese fue el comienzo del cambio. Desde que la guerra irrumpió en el pueblo cuando ella tenía 9 años y tuvo que dejar la escuela, no había vuelto a recibir ningún tipo de instrucción. Para ella era todo un reto.

Y así fue como orgullosa de haber superado la primera prueba e ilusionada por su nuevo trabajo comenzó la producción de prendas de lana para hombres y mujeres adultos y jóvenes, niños, niñas y bebes. La casa se llenó de bobinas y rollos de lana de todos los colores y calidades. La de mohair era la que menos le gustaba porque soltaba mucha pelusa, decía. Cada prenda debía adecuarse a una forma y a unas medidas precisas, siguiendo escrupulosamente los patrones que el almacén le proporcionaba. Después del tejido de los patrones, las prendas debían ensamblarse y entregarse perfectamente cosidas, planchadas y empaquetadas. Y así, en este trajín, pasó nuestra madre muchos años. Ayudando a la economía familiar, decía orgullosa.

”Mamá, he visto tus jersey en El Corte Inglés. Y a qué precios. Ni te lo imaginas. ¡Te están explotando!”

El hecho de que la gente pagara, y esos precios, por sus prendas de lana, le llenaba de satisfacción y orgullo, lo demás no le preocupó nunca. Eran su obra, ¿Quién se lo iba a decir? Ella haciendo cosas que la gente compraba a buen precio. Ella que hasta entonces sólo pensaba en hacer los “oficios”, como le llaman en el pueblo a las tareas de la casa, se sentía crecida.

Después llegó el segundo curso de instrucción para añadir a la máquina el accesorio del “jacquard”. Fue difícil, le costó un tiempo sentirse cómoda con el nuevo reto, pero acabó consiguiéndolo. Y siguió adelante.

Miro la máquina y veo a mi madre sentada frente a ella, tejiendo, concentrada en su trabajo con la radio como sonido de fondo. La radio, que le acompañaba siempre y que tanto la instruyó. Y está feliz, olvidándose de toda esa angustia que había acarreado en su niñez y que se había quedado atrapada en su vientre y que, sin querer, se le escapaba en forma de largos y sonoros suspiros, que se oían desde cualquier rincón de la casa, mientras hacía mover la cabeza de la máquina de un lado a otro, “¡Ay mi madre!,”. Ella, que había sido una niña sin madre la mentaba siempre en suspiros y quejas. Recordándola así, comprendo que ya hacía mucho que había dejado de trabajar para ayudar a la economía familiar, trabajaba para ella, porque se sentía crecer en cada una de las prendas que producía.

Cuando nuestro padre se jubiló, también lo hizo ella. Y fue capaz de ser feliz como nunca antes había sido. Supongo que esa máquina le ayudó de alguna manera a conseguirlo. Pero como las monedas, tenía dos caras. La afección de corazón que padeció al final de sus días no justificaba la falta de oxígeno en sus pulmones. La doctora, después de mucho investigar la causa, me preguntó: «pero esta mujer ¿en qué ha trabajado?» Y entonces, me acordé del mohair, del maldito mohair.

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