Todos los días se preguntaba y pensaba qué podría hacer para que la rutina y el hastío no se apoderaran de su alma. Escuchaba a sus compañeros hablar de los años que hacía que trabajaban ahí. Veinte, diez y hasta treinta años, de antigüedad. Le asustaba pensar que tal vez le pasara lo mismo. No concebía esa idea, pero a veces la veía muy de cerca en sus pesadillas o le pesaba en el corazón ese temor.

Solía soñar que su oficina, compartida con Lucas, era un calabozo, y ellos prisioneros que competían por la litera de arriba porque era la más cercana a la única ventana. El calendario de vencimientos se transformaba en una gran cuadrícula de equis que nunca se lograba llenar, una larga condena sin fin. Otras tantas veces soñaba con pilas de informes y reclamos que tomaban vida, ejércitos armados con lanzas que lo pinchaban de forma inescrupulosa hasta que se despertaba en un grito de auxilio. Al otro día, se reprochaba su inseguridad para tomar decisiones y le dolía en el medio del pecho. “Otra no queda”, eso le aliviaba la culpa. Ya llevaba cuatro años en ese lugar y nada había cambiado desde entonces.

Los almuerzos diarios eran ese rato que compartía en medio del silencioso salón con otras almas, no sabía si eran en pena, como la de él, pero sí que eran otras. Ese espacio donde si no había chisme jugoso, cada cual atendía su juego. De a poco se iban sumergiendo uno a uno en sus teléfonos. Reían. Escribían. Levantaban las cejas. Arrugaban la cara. Por ahí alguno se paraba a grabar un mensaje, otro a escuchar un audio y algún ansioso activaba manos libres, para comer, tomar y hablar. La escena se volvía dantesca, surrealista, y la comida pasaba a ser una anécdota.

La paga no era buena, el ambiente lo ahogaba y la competencia era, en algunos casos, hasta inmoral. Todo eso lo hacía sentir víctima. No se metía, pero lo metían. No quería competir, pero si no lo hacía, quedaba fuera. Si no aportaba al menos una “sacada de cuero” alguna vez, su castigo era la indiferencia misma.

En su cabeza se mezclaban realidad, angustia, padecimiento y culpa. En algunas ocasiones, se acompañaba con algún medicamento, paranoia y estereotipos. Mejor pensar en nada. La nada le ayudaba, siempre y cuando fuera una aliada. Pero a veces esa nada se esfumaba y él se desesperaba quedando a la deriva y entonces, buscaba otros aliados, como fútbol, cerveza y artilugios de distracción.

Martes 13 de marzo de 2018.

Día raro, pesado; parece pleno verano, 22 grados a las 7:30 am. Pronostican una máxima de 37.

Piensa:

-Hoy nos hervimos a fuego lento. Y encima, ¡vencimientos!

Saliendo de su casa, mira el cielo; se ve color rojizo. El aire se siente denso, muy denso. Gira la esquina, ya no está más la garita. Ni siquiera señalizaron la parada del bus. El sol le da de lleno y su sombra se estampa negra en el reflejo del sol rojo. Mira a ambos lados buscando a alguien con quien comentar el fenómeno, pero no hay nadie. Como siempre esa parada es desoladora; jamás hubo otras personas. Los autos pasan, el tipo de la bicicleta y el de la moto allá van como todas las mañanas. Parece que nadie está preocupado, se relaja. Llega el bus. Se sube, pasa la tarjeta por el lector, gira para marchar hacia el fondo, camina uno, dos, tres, seis, diez, veinte pasos y aún se encuentra en el medio. Sigue dando zancadas cada vez más largas y apresuradas, se toma de los asientos, y busca envión para adelantar tramos, pero no logra pasar del medio. Está estancado. Se desespera, quiere correr, mira para los costados, se siente observado por los demás pasajeros. Siente que lo miran raro. El calor es agobiante, le transpiran las manos y se le resbalan, trastabilla, pero no cae. No quiere sentarse en el medio, quiere su asiento vacío, frente a la puerta trasera. El conductor hace una maniobra para doblar, necesita quedarse quieto hasta que pase la rotonda. Es la rotonda de su casa, la de la esquina. Cuánto tiempo pasó, se pregunta, si ya lleva un montón tratando de llegar a su asiento. No importa, no puede quedar en medio. Quedarse ahí es como estar en medio de la vida, en medio de la monotonía, en medio de un ascenso en medio del progreso, en medio del que nunca llega a nada. No va rendirse.

El autobús sigue perfilando la rotonda, y él está apoyado en un asiento aguantando su propio peso y tratando de no perder el equilibrio. La velocidad lo hace permanecer quieto. Se le hace eterno. Decide avanzar, a medida que logra dar pasos, ve alejarse un poquito la rotonda y el bus, casi se va alineando. Ya falta poco. No da más. El cansancio, el calor, y la transpiración que le chorrea por la frente baja de forma presurosa hasta sus ojos. En un acto reflejo, se suelta para secarse las gotas y cae sentado en un asiento. Toma aire e intenta pararse: no puede. Toma envión y otra vez no puede. El aire está espeso, afuera se ve como el rojo va tomando protagonismo. Prefiere sacarse la mochila donde lleva su vianda, un libro y sus enseres personales. Se toma de los extremos de los asientos linderos y con todas sus fuerzas logra pararse. Todavía quedan tres filas de asientos hasta llegar a su elegido. Está con sus últimas energías, se inclina hacia adelante para alargar el brazo y llegar al siguiente asiento. Llega. Ahora tiene que soltar su otra mano y tratar de juntar ambas. Antes de eso, ve su mochila que está ahí. Abandonar o llevar, piensa. Decide intentar llevarla con él. Ya no tiene más resto. Es su última jugada. Se suelta y ligeramente cae boca arriba. Ya no hay vuelta atrás, quedará inmerso en el medio. Mejor: «pensar en nada”.

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