Diez años; diez años trabajando en Galvento sin una mísera subida de sueldo y con quince días de vacaciones al año, como mucho, siempre interrumpidos por la fatídica llamada: Souto, te necesitamos.
Cuando por fin me decidí aceptar la oferta de Energías Alternativas del Noroeste, nuestro competidor más directo, el jefe supremo, el gran Ramiro Bestilleiro, el dueño de Galvento, Electresa, de todo el pueblo y de medio noroeste peninsular, me llamó a su despacho.
No pude evitar un temor reverencial al entrar en la habitación prohibida, sobre la que circulaban multitud de rumores. Rumores ciertos, constaté al instante: la bandera española, las escopetas en las paredes, que aunque obviamente sólo eran decoración, sentía apuntando hacia mi cabeza; las cabezas de ciervos y jabalíes, esas que se cobraba en sus cacerías con Rajoy en las dehesas extremeñas. Un único detalle tranquilizador: en un rincón, una reproducción de la turbina Galvento Ecoplus, patente de la empresa, diseño mío.
– Souto, te teníamos muy olvidado – fue su saludo.
Vaya. Se sabía mi apellido nuestro particular Donald Trump. Pues ahora te vas a olvidar para siempre.
– Te teníamos muy olvidado, pero no podemos permitir que dejes de formar parte del equipo de Galvento. Tu equipo.
Desde luego, Bestilleiro no había llegado a rico por casualidad. Había empezado por atacarme por mi flanco más débil. Si a pesar de la nómina austera, las largas jornadas de trabajo y las vacaciones ridículas no me había marchado antes era por el excepcional grupo de trabajo que había en Galvento. Por el equipo había resistido un año, luego otro… Y así hasta diez. Pero…
– Del equipo no comen mi mujer ni mis hijos – repliqué.
Yo mismo me sorprendí de la contundencia de la respuesta. Semejante tono ante el gran jefe. Hasta el venado decapitado de larga cornamenta que tenía frente a mí pareció escandalizarse. Pero estaba decidido a marcharme, y ni las escopetas ni los jabalíes ni la foto con el presidente del Gobierno me iban a impresionar.
Bestilleiro sonrió con condescendencia y decidió atacar directamente.
– ¿Cuánto te ofrecen en Energías Alternativas del Noroeste?
Dudé si contestarle.
– ¿Cuánto te ofrecen en Energías Alternativas del Noroeste, Souto?, repitió.
– 28 000 euros al año – respondí finalmente.
No era cierto. Eran 25 000, con posibilidad de aumento. Y qué me importaba, al fin y al cabo, tenía un pie y medio fuera de Galvento. Además, con semejante farol jamás me haría una contraoferta.
– Yo te ofrezco 30 000.
Souto, como buen gallego, me miró con desconfianza. Pero advertí que empezaba a darle vueltas al asunto. Que el viento, nuevamente, comenzaba a virar a mi favor.
– No se engañe, Bestilleiro. Esto no es una negociación, es una despedida.
Souto habló con determinación; la misma que empleaba en su trabajo y que yo no podía dejar escapar, y menos, a la competencia. ¿Dónde iba a encontrar a un ingeniero como Souto? Él solo llevaba la división de eólicos de Galvento, la más rentable de mis empresas. Colocaba aerogeneradores en los peñascos más desolados. ¡Y sus repotencianciones!, su diseño estrella, la turbina Galvento Ecoplus, era capaz de generar los mismos megavatios que siete tradicionales. Los dejó a todos contentos: clientes, vecinos, concejales, funcionarios, hasta a los perroflautas ecologistas, que al fin y al cabo preferían instalar un molinillo en vez de siete y que necesitaban recargar sus iPhone como los demás.
– De verdad que le agradezco la oferta. Pero ya me he comprometido con ellos.
El tono servil me devolvió la realidad. Souto era mi mejor ingeniero, pero era un pringado: nadie con su dedicación y su responsabilidad hubiera aguantado diez años sin quejarse. Cuando el director financiero me comunicó su marcha, me dejó descolocado. Al principio, pensé que era una broma; después, un intento algo burdo de que le subiera el sueldo; y sólo me preocupé, y mucho, cuando comentó que tenía contactos en Energías Alternativas del Noroeste.
Claro que para contactos…
– Tú sabes que yo tengo amigos importantes, Souto. Y la situación de Energías Alternativas del Noroeste…
Ladeé la cabeza con lástima.
– Su negocio se basa en las centrales hidroeléctricas. Con el cambio climático eso es una ruina, no llueve ni aquí. El futuro está en el viento.
La realidad era que Energías Alternativas del Noroeste estaba irrumpiendo con fuerza en el sector eólico, amenazando nuestro negocio; el fichaje de Souto le asestaría el golpe definitivo. La situación, pues, exigía marcarse un farol.
– 30000, Souto. Dietas aparte, más los días de vacaciones no disfrutados. Piensa en todo lo que puedes hacer con ese dinero.
Me situé convenientemente al lado de la turbina Galvento Ecoplus. Su turbina.
– Las palabras se las lleva el viento – replicó Souto.
Vaya. Para ser un pringado, la comparación era atrevida. Tendría que llevar mi apuesta hasta el final. Levanté el teléfono.
– Rosario, trae los papeles de Souto.
Mi secretaria trajo un nuevo contrato para Souto preparado con antelación. Escribí la cifra, 30 000, en número y en letra, treinta mil, bien clarito, en el apartado «salario bruto anual». A continuación, lo firmé.
– Tú decides, Souto. Si te casas con nosotros, o con los alternativos esos.
Souto suspiró.
Le dedicó una mirada a mi/su turbina.
A continuación, sin decir nada, firmó el contrato.
Yo también suspiré, pero de alivio.
Él parecía sólo contento a medias. Le esperaba una llamada muy incómoda a sus amigos de Energías Alternativas del Noroeste.
Lo despedí con una palmadita en la espalda.
– Ah, y cógete unos días y vete de viaje con tu mujer, ¡coño!
Souto sonrió con timidez. Definitivamente, era un pringado. Mi empresa dependía de él, se había cerrado las puertas de la competencia para siempre, y se conformaba con 30 000.
A Mariano la historia le iba a hacer gracia.
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