Comer, dormir, fornicar

Comer, dormir, fornicar

¿Qué patrón orquesta esta suntuosa obra? Me refiero a estos enormes andamios que trepan sobre la ambición de un Dios, que se sobreponen a mi acto. Así es, una obra interminable, que abarca todo un universo; tan divino como humano, al fin y al cabo. Tan arbitrario fue nacer, sin grandes esfuerzos, pero no por ello fue menos cansado. Pero pareciese pretendida, todo esta tarea, este continuo hacer –o así lo llaman-. «El trabajo que me hará Hombre», uno de sus eslóganes.

De un lado, o de otro, saturan mi oído izquierdo y derecho. No me permiten el silencio: ¡He de trabajar! De este modo, llegué a destripar al niño que con tanta curiosidad y sospecha miraba las costumbres de la vida adulta y preguntaba: ¿Para qué? ¿Por qué? ¿A santo de qué? Casi dos décadas decaídas, decadentes, decapitadas. Escuela: «el trabajo que te hará libre». El trabajo que te hará ser, conocer, tener capacidades… ¡Y una mierda! ¿A santo de qué?

Su santidad necesita más edificios y más alquimia: que el trabajo sea denostado como metal de hojalata no es un problema; nosotros, que tenemos tanto de nigromantes, que invocamos al fantasmagórico porvenir de nuestra prosperidad, tenemos la ingeniería más eficaz para traducirlo en oro. Y esta macabra máquina que se ha revestido de vida, de hacer, tiene unos traductores perspicaces: hacen de los números, objetos y seres vivos un lenguaje, un idioma. Hablan al son de las palabras que les poseen: «riqueza», «éxito», «autonomía»…

No creo que sea una capacidad, ni un trabajo al huso. En un rincón inhóspito del Amazonas, trabaja un grupo de simpáticos animales. No son humanos, si es que este atributo tiene algún sentido o, si acaso, alguna relevancia vital. Trabajan y silban, como quien ha de comer, dormir y fornicar. Hacen, piensan, silban. ¿Pero qué nos ha enseñado la experiencia, a nosotros, los bien educados? No silbamos, pero decimos. Si me apuras, después pensamos; para posteriormente hacer. Quehaceres planos, aplastados por un discurso cargado de metales pesados, de chatarra; ya ni siquiera relucen oro, aquello que al menos daba una apariencia más loable a nuestra ignorancia. Quehaceres fecundados en la cuna, gestados en la estrechez de un pupitre, nacidos y amamantados en el seno de la servidumbre.

Después de todo esto, he de despedirme. Mañana he de trabajar, empaparme de charlatanería académica, toparme con doctorados-andantes y taponar mis oídos. Quisiera -¿por qué no?- no trabajar: comer, dormir, fornicar. Silbar, desembarazarme de los tiempos verbales y del porvenir de esta larga y densa máquina. Y juro que lo intento, desenterrar y abrazar la sencillez primitiva, aquella que condena el hombre que sabe que sabe. Pero toda esta historia no es más que ficción abstracta, en todo caso, mi trabajo, la servidumbre a la que permanezco atado: «quiero esos 300 euros».

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS