Un trabajo como otro cualquiera

Un trabajo como otro cualquiera

Como siempre, fuimos los primeros en llegar. La mansión, marcada con una cruz en el mapa, se elevaba ante nosotros con impertinencia. A pesar de los impactos, que habían agujereado casi toda la fachada, todavía conservaba esa altivez aristocrática con la que se alzaba sobre el verde prado que la circundaba.

-Aquí es – el capitán hablaba mirando el plano.- ¡Venga! A montar el tinglado. Cada uno a su puesto. – Su propia voz pareció sacarle de las reflexiones cartográficas y empezamos a movernos.

Tomamos posiciones y exhibimos nuestras banderas azules, adornándolas con el armamento de los vehículos blindados que, pintados de blanco, delimitaban el escenario del intercambio.

Esta vez la cosa iba de serbios y musulmanes que se estaban dando cera por los alrededores de Mostar. Aquel extraño trueque consistía en la permuta, escrupulosamente simétrica, de prisioneros y cadáveres. Esa equivalencia llegaba hasta tal punto que si alguno traía menos muertos de lo acordado, los otros, volvían a llevarse los caídos sobrantes. Hasta la próxima ocasión.

A la hora acordada apareció un todo terreno francés encabezando la comitiva de los bosníacos. Consistía en una vieja furgoneta y dos antiguos autobuses urbanos. Detrás venían otros dos carros galos cerrando la columna.

Al llegar a mi altura el oficial gabacho detuvo el auto y me gritó algo que no entendí. Desde la torreta del BMR –blindado medio sobre ruedas– le señalé con el dedo al superior al mando, el capitán, que estaba a unos cien metros de mi posición, cubriendo la parte central del área acotada para la operación.

Levantó la mano y la caravana aceleró.

Mi jefe, gesticulando exageradamente, le indicó el lugar asignado para la espera.

Este tipo de actuaciones estaban consideradas de alto riesgo y el protocolo de ejecución era muy riguroso. Los militares francos cercaron el convoy, sin permitir que nadie abandonara los automóviles.

Media hora después, citados con este intervalo para evitar líos, llegaron los serbios, escoltados por una de nuestras unidades. Fueron situados en el sector que mi pelotón vigilaba. Hicimos lo propio.

Una vez que todo estaba controlado se autorizó el inicio de la misión.

Los presos, vestidos de paisano, caminaban formando dos hileras paralelas. Marchando en sentido inverso, se dirigían, cada una, al bando que le tocaba volver.

Los militares, de los dos lados, contaban los prisioneros, por si no cuadraban las cuentas. Al fin, ambas facciones, dieron el visto bueno.

Ahora venían los cuerpos, aquí eran muy estrictos. Tras unas tediosas inspecciones, de los unos y de los otros, se realizó la macabra transacción sin novedad. El tétrico desfile de sábanas ensangrentadas, de una furgoneta a otra, gritaba, en medio de aquel sepulcral silencio, la auténtica realidad de aquella guerra, de todas las guerras.

Por último, gracias a unas duras negociaciones que rompieron la férrea simetría acostumbrada en esos intercambios, comenzó la entrega de un grupo de mujeres, uno de tantos, que, bajo la única acusación de pertenecer a una determinada etnia, habían sido capturadas por las milicias serbias en sus cruentas incursiones.

Muy cerca de mí, uno de ellos comenzó a golpear compulsivamente, con una porra, él último camión, montando mucho jaleo y voceando improperios. Aunque no entendía el idioma comprendí muy bien lo que decía. Me miró riéndose, desafiante.

Las cautivas, todas muy jóvenes y en avanzado estado de gestación, empezaron a bajar del vehículo mientras aquel bellaco, dando golpes en la carrocería como un poseso, se burlaba irónicamente. Se le unieron tres energúmenos más, coreando las malditas chanzas en aquella lengua ininteligible, humillando a esas pobres desgraciadas, zarandeándolas y empujándolas. Las trataban como si fuesen ganado. Y yo no iba a tolerarlo.

-¡Atrás! – El bramido salió de mi garganta resonando en todo el campo.-¡Cabo! Sepárame a las mujeres de esos tíos. ¡Ya!

El cabo, con cuatro legionarios, se lanzó al tumulto y cagándose en la puta que los parió, con los fusiles de su escuadra por delante, ejecutó la orden, con un culatazo en la cara de uno de aquellos indeseables incluido. El tipo intentó entorpecer la maniobra, interponiéndose.

-Ponlas detrás del blindado – ordené.

Ahora sí, sin las prisioneras en mi línea de tiro podía enfocarlos con la ametralladora. Ya no se reían y, aunque berreaban insultantes, se acabó el cachondeo.

En esto sonó la radio.

-¡Gómez! ¿Qué coño pasa? – Era mi jefe.

-¡A sus órdenes, mi capitán! Estos cabrones estaban maltratando a las bosnias y he tomado las medidas necesarias.

-Ok. ¿Todo controlado?

-Todo controlado, mi capitán.

-Perfecto, pues que siga así, y recuerda, sargento, somos profesionales. Así que fuera nervios y la bilis te la tragas. Esto es un trabajo, un trabajo como otro cualquiera. Lo hacemos bien, nos volvemos a casa y punto. No te me desmadres.

-A sus órdenes.

Subí el cañón de mi arma, apartando la amenaza, y, con un gesto, hice que los míos bajaran los fusiles. Los serbios retrocedían, riéndose otra vez. Nos señalaban retándonos, pasándose el dedo índice por el cuello, amenazantes.

A estas alturas del conflicto sabíamos lo que pasaba. Las bosnias habían sido tomadas como rehenes y violadas sistemáticamente hasta quedar preñadas. Entonces, cuando las embarazadas estaban de más de cinco meses, para evitar el aborto, las liberaban de su secuestro, ya fuera en algún intercambio o en mitad de la nada. Condenadas al rechazo de sus comunidades quedaban estigmatizadas de por vida.

Di la orden y comenzó la triste procesión. Caminaban avergonzadas, con la cabeza agachada y el miedo pintado en sus caras, temiendo la incomprensión de los suyos que las miraban con desprecio. Para ellas el calvario aún no había terminado.

Por fin se fueron todos y nos quedamos solos.

Media hora después, por motivos de seguridad, el capitán dio la orden de regreso a la base.

Mientras volvíamos, como en otras ocasiones similares, recibimos fuego de mortero. No tiraban a dar, únicamente demostraban su fuerza. Pero acojonaba.

En la torreta del blindado, agarrado a mi ametralladora, me repetía, una y otra vez, que sólo era un trabajo. Un trabajo como otro cualquiera.

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