Perdurar siempre implica sacrificios. Cuando se habla de una persona que hace 30 años está en el mismo trabajo, muchos piensan que prefirió la estabilidad al cambio, la rutina a lo nuevo, la comodidad a otras expectativas. Pocos son los que valoran el sacrificio de hacer siempre lo mismo, de tener que abandonar un deporte, otras actividades, de cumplir un horario, de vestirse con un uniforme que puede no ser de su gusto, de estar sentado horas mirando una pared o un monitor. Ese hombre o esa mujer que hoy vemos pasar siempre a la misma hora rumbo a su trabajo, un día fueron jóvenes, odiaron la ropa formal y añoraron estar en la rambla una tarde de sol o jugando un picadito en lugar de encerrados entre cuatro paredes. Pero dieron una educación a sus hijos, con sacrificio compraron su auto, pagan su casa mes a mes y ven como su familia sale adelante. Claro, no viajaron por el mundo, no se pusieron una mochila al hombro y dijeron: «chau, me voy», dejaron atrás sus sueños, sus ilusiones. Estoy segura que no lo hicieron por miedo a los cambios o por comodidad, lo hicieron por amor, que es el gran motor del mundo. Amor a su familia, amor a su trabajo, amor a sus progenitores, amor a sus compañeros. Gracias a esas personas anónimas que día a día cumplen con su trabajo, el país se ha ido formando. Los jóvenes de hoy pueden darse el gusto de decir: «ese trabajo no me gusta, lo dejo». Hace 30 años muchos no pudieron hacer lo mismo pero no se tiraron en la cama a mirar el techo ni fueron al siquiatra ni dejaron de sonreír y vivir con esperanza. Y los que día a día los tenemos al lado, sabemos que siempre podemos contar con ellos. Son esos oficinistas anónimos que encuentran expedientes traspapelados, que saben desatascar la fotocopiadora, que siempre tienen la lapicera a mano y te preparan un café cuando notan tu cansancio. Si un día dejan de ir a la oficina, tal vez muchos no lo noten porque con los años se han transformado en parte del mobiliario o se han vuelto invisibles, suelen ser de pocas palabras y aunque olviden su nombre y lo llamen por otro, responden con amabilidad. Sabemos poco de su vida privada, su rostro no demuestra preocupación ni alegría, es impasible.No son aduladores, no se benefician políticamente, forman parte de una especie en extinción: los empleados públicos honestos.

Conocí un oficinista con estas características. Puntual, educado, muy formal en su trato. Un martes el reloj de la iglesia, que marca la hora oficial en el pueblo, dio las trece campanadas. Mientras algunos tomaban un café, otros hojeaban el diario y la mayoría revisaba su celular, nadie notó la silla vacía. Fue una tarde de poco trabajo y cada cual se dedicó a lo suyo sin mucho ahínco, como siempre. A la hora de salida sólo quedaban dos o tres empleados, los demás se habían ido a distintas horas y con diferentes excusas.

Al otro día, alguien comentó la ausencia de Alberto, pero así como al pasar. Y la rutina los fue envolviendo y nublando la vista para lo más cercano. No se perdió ningún expediente, así que Alberto no fue necesario esa tarde.

Cuando llegó el viernes y Alberto no fue al trabajo, la jefa se preocupó y empezó a preguntar por su paradero. Tuvo que recurrir a su ficha personal para saber sus datos, incluso de esa manera se supo su edad y la fecha de su cumpleaños. Rodeada por todo el personal, intrigado, la jefa llamó al teléfono que indicaba la ficha y una voz agria le contestó: “Alberto ya no vive aquí, ganó la lotería un viernes y el lunes ya se había embarcado rumbo a Marbella, a vivir con una mujer que conoció por Internet”.

Cumplió su trabajo en forma más que correcta durante 30 años, todos pensaban que siempre iba a estar ahí sentado, a disposición, pero su vida personal les era indiferente. El comentario de la jefa fue: “Y, bueno, nadie es indispensable en este mundo”.

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