El día en que nos fallamos

El día en que nos fallamos

José Cabello

06/05/2018

Prólogo y, a su vez, epílogo.

Siempre hay un principio en las historias… lo difícil es reconocerlo.

Hay un día en que todo empieza. No me refiero a las presentaciones, ni a los cuerpos, ni siquiera a la historia de la humanidad en sí misma, sino a ese momento a partir del cual algunas personas empiezan a contar en nuestra vida. Es entonces, y sólo entonces, cuando empieza el esfuerzo, cuando advertimos que sus sueños… en alguna medida nos pertenecen.

Llegados a este punto, la duda se cierne en fijar en qué momento, en qué día sucedió todo y tener la sangre fría de contarlo tal como fue. Acercándome al Puente de Segovia, ya en la lejanía empecé a distinguir la silueta de Jorge. Sentado en el suelo, apoyaba su espalda en el murete, negro de tanta contaminación. El mismo Puente de Segovia que asistirá un par de años después, impertérrito, al estado de coma profundo que alcanzará el río que abraza, el mismo que será único testigo de orgías maquinarias mastodónticas que se tragarán, poco a poco, la M-30. El único que verá el lavado de estómago de ese río de segunda categoría, del cual sacarán sillas y mesas de terraza, lavadoras, mesillas de noche, teléfonos móviles e incluso armas de fuego, abandonadas por alguien dispuesto a borrar, de un plumazo y a espaldas de la sociedad, quién sabe qué sucio pasado.

Y, mientras tanto, Madrid agonizaba de calor. La noche se dejaba notar y se desprendía de brisas de aire que esparcía por la superficie. Jorge fumaba, impaciente, pero aparentando tranquilidad. Podría decirse que mascaba las horas. Junto a él, una bolsa de deporte llena con sus pertenencias, deduje momentos después.

–¿Por qué hemos quedado aquí?

–Porque aquí nadie nos conoce. Porque en el barrio la gente se mete donde nadie les ha llamado. Porque me gusta pasear por los alrededores del río y porque aquí se respira un ambiente más tranquilo del que habituamos tú y yo ¿Quieres más razones?

A las dos de la madrugada no pasan apenas coches por allí, y eso que estamos hablando del comienzo de la antigua Nacional V o carretera de Extremadura. Todos los bares están cerrados, pero cerca de allí, en la calle de Doña Urraca, la Taberna del Papagayo es una acertada excepción. Conocida por no cerrar en todo el año y ser la tapadera de negocios sumergidos de lo más variopinto, había cambiado tres veces de dueño. Parecía que la cosa se había calmado, los trapicheos en el barrio se habían eliminado a base de acoso policial continuo y los nuevos dueños eran los primeros con el expediente judicial limpio que la regentaban.

Cambiar de barrio es como cambiar de ciudad. A poco más de un kilómetro de casa, la gente se nos quedó mirando extrañada al aparecer por la puerta. Casi todos estaban apiñados en la barra, de modo que había mesas libres. Fue sentarnos en una bajo el televisor y el ambiente volvió a la normalidad, como si llevásemos cinco años pisando ese antro. Pedí un vodka con limón. Jorge pidió un café solo con hielo y, no sé por qué, me dio por pensar que tomaba demasiado café y que eso influía en su estado de ánimo, y eso que aquella sería la tercera vez que coincidíamos en un bar.

–¿Se puede saber qué te pasa? Llevas unos meses en los que pareces una caricatura de ti mismo. Te lo juro, estás cada vez más irreconocible.

[…]

–Me voy de aquí.

Y de pronto se hizo el silencio, o eso sentí. Quise aparentar que no me sorprendía su comentario y tomé un trago antes de proseguir la conversación.

–¿A qué se debe esta decisión?

–A que ya he hecho todo lo que tenía que hacer por aquí y no tiene mucho sentido seguir. Más bien diría que es arriesgado aguantar un tiempo más.

–¿Y dónde piensas ir? ¿No crees que aquí te has forjado y tienes más futuro que en cualquier otro sitio? ¿Quieres volver al pueblo?

–No. Allí tampoco se me pierde nada. Voy a un sitio donde no conozca a nadie y donde nadie me conozca, donde no me encuentre con recuerdos a olvidar y donde pueda dibujar una persona que supuestamente un día fui y todos me crean.

–¿Crees que no puedes hacerlo aquí? Si yo fuese un notas, me levantaría ahora mismo y gritaría ¡Eh! ¿Alguien sabe quién es este tío? ¿Es que nadie le reconoce?

Miró a su alrededor durante poco más de un segundo. Había elevado ligeramente el tono de voz y se sentía cohibido. Luego volvió a cederme la mirada.

–La gente se quedaría extrañada, te miraría preguntándose si eres famoso, luego pensarían que soy un notas y cada uno seguiría a lo suyo. Al día siguiente, si tu rostro saliera por televisión, ninguno de los aquí presentes se acordaría de haber compartido tugurio la noche anterior contigo. Así es Madrid, cuatro millones de personas no pueden conocerse entre sí. – argumenté, aún convencido de ser incapaz de cambiar en esa noche una decisión que Jorge había tomado semanas atrás, o incluso meses.

Jorge no hablaba, sólo pensaba. Si los pensamientos fuesen palabras, el mundo estaría lleno de verdades, tanto bonitas como feas, pero verdades al fin y al cabo.

–Te vas por ella ¿no? – le pregunté al fin.

Y aunque llevábamos tiempo sin hablar de ella, no le cupo ni la más mínima duda de a quién me refería.

–Ella puede ser parte de mi decisión, pero te juro que si me voy es porque todo se ha truncado de un tiempo a esta parte. Tal vez quería vivir aquí, pero los sucesos han jugado en mi contra y me ha tocado perder – decía mientras se decidía a tomarse el café de un solo trago, sin una cucharada de azúcar que lo acompañara. El pulso le temblaba.

Toma trago de amargura. Eso y no la vida, pensé.

Invité a la ronda y salimos del bar. Todo el mundo volvió a clavar la mirada en nuestras nucas mientras salíamos por la puerta. Jorge, ajeno a todo lo que sucedía más allá de un metro a la redonda, se apoyó en una farola para encenderse otro cigarrillo. Había vuelto a fumar después de haberlo dejado durante un tiempo. Le daba igual la marca que tuviese inscrita el filtro mientras fuese el más barato de la máquina expendedora. Hubo un tiempo en el que incluso fumó tabaco de liar para ahorrar en la factura de final de mes. Con fuerza de voluntad lo había dejado, tenía personalidad y carácter fuerte para no volver a fumar si así quería. Pero algo bastante serio tenía que sucederle para haber recaído así, sin razón aparente.

Dejó la bolsa en el suelo. Marcaba la típica pose del despreocupado medio, aquel que sugería que no le importaba que al día siguiente se acabase el mundo, pues se quedaría mirándolo a través del retrovisor. Tal vez fuesen ésas sus últimas horas en la capital en toda su vida, o quizás en muchos años, se estaba dando cuenta y quería disfrutarlas a su manera.

Volvimos al Puente de Segovia. El mismo que dos años después asistirá al atentado contra la naturaleza más grande que haya sufrido Madrid en su historia. Y ahí terminó nuestra breve e inquietante velada.

–Toma, te quería dar esto.

Sacó de su bolsa una carpeta un tanto raída. En su superficie con manchas de grasa se vislumbraban trazos de lo que un día fue un escudo del Real Madrid. Sobresalían unos cuantos folios por la parte superior que se cuidó de volver a meter.

–¿Qué es esto? – pregunté escamado, no estaba preparado a recibir un regalo a última hora.

–Pues esto viene a ser una carpeta. – dijo esbozando una sonrisa, que apagó para proseguir – Es la respuesta a las cosas que te has preguntado y que pasaban en el barrio en los últimos meses. Realmente esta historia la conocíamos tres personas, ahora la sabemos sólo dos personas y ahora vamos a volver a ser tres. Porque sé que eres buena gente, José, y porque yo escribo muy mal. Porque sé que tú vas a hacer un buen uso de lo que aquí hay escrito y tal vez puedas ser de gran ayuda si en un futuro sale todo a la luz. Porque, ahora que no nos ve ni nos escucha nadie, tengo que asegurarte que en el barrio huele a podrido. Y también porque eres de las pocas personas que me llevaré en el recuerdo como amigos de esta ciudad, porque te has preocupado por mí como nadie y porque últimamente no has sabido de mis andanzas porque he estado algo ausente de todo.

La luna llena, a espaldas de la catedral, daba al entorno una imagen de postal. El muchacho se venía abajo por momentos y me vi obligado a tenderle un brazo.

–No te preocupes, las mujeres son así.

–Causa y a la vez solución de nuestros problemas, como dirían en Los Simpson. Pero no me arrepiento de haber tropezado con ella aquella mañana en el bar. Porque, para bien o para mal, me ha hecho madurar. Alguien muy sabio dijo una vez que madurar es aprender a despedirse, que en la vida nada es eterno cuando ni la vida lo es. Y hoy termina mi etapa aquí y mañana empieza en otro sitio. – dijo, esta vez más convencido.

–Si quieres, te acompaño a la estación – le comenté, viendo como sacaba un billete de autobús, cuyo destino no acerté a leer.

–No. No quiero que sepa nadie donde voy, ya te lo he dicho. Con todo un mundo por conocer siendo un completo desconocido.

–¿Y se volverá a saber de ti por el barrio?

–Dejemos que el destino juegue esa ronda.

Nos fundimos en un abrazo. Jorge temblaba, dejó ver su incertidumbre por un pequeño instante. Poco después desaparecía al finalizar Virgen del Puerto, bordeando el Campo del Moro, volviendo la vista atrás tan sólo un momento.

–¡Cuida de Silvia!

Tengo inmortalizado ese momento: un proyecto de hombre que luchó por romper todos los esquemas desaparecía sin hacer nada de ruido. Poca gente lo echó en falta los días posteriores, sólo se notó su ausencia pasado el tiempo.

Volví a casa, confundiéndome con las sombras que zurcían a su antojo las luces inmóviles de las farolas con las pasajeras de los coches. Nadie me esperaba despierto, es lo que tenía el verano. No tenía sueño y me senté en la mesa del salón. Tranquilamente y sin hacer ruido, me puse a leer lo que la torpe mano de Jorge había escrito a toda prisa. Gran cantidad de folios escritos a doble cara, todos arrugados y con manchas de distinta proveniencia. Un arduo trabajo que seguramente le había llevado días plasmarlo en papel. A medida que avanzaba la historia, mayor era mi asombro: parecía sacada de un libro, y no precisamente por la forma en que estaba escrita. Llamé inmediatamente a Jorge, pero tenía el teléfono móvil apagado.

Esa noche me dio el tiempo de reflexión suficiente para pensar en lo que había leído, atar cabos y comprender que hay cosas que la sociedad no sabe ver y quedan enterradas con el paso de los años. Fue esa misma noche cuando decidí plasmar todo lo sucedido a través del testimonio escrito de Jorge, lo que yo sabía con anterioridad, lo que personas de confianza del entorno me contaron y lo que sale a la luz por evidente. Aquella noche en la que comprendí que no se debe juzgar a una persona por lo que digan los demás, sino por sus hechos, lo cual no deja de ser paradójico si soy yo el que está condicionando a la sociedad a que sepa a través de mi puño y letra la verdad de todo lo que pasó en el barrio de Lavapiés entre los meses de marzo y julio por si algún día sale a la luz una historia que deforme los hechos. Y si defiendo lo aquí escrito es porque viene de alguien que jamás fue capaz de soltar una mentira por muy piadosa que fuera. Alguien que, al igual que yo, siempre quiso saber la jodida verdad antes que vivir en la felicidad disfrazada de ingenuidad.

-1-

Siempre hay un principio en las historias… lo difícil es reconocerlo.

La casa tenía cerca de 120 metros cuadrados. Los techos eran bastante altos como corresponde a una vivienda de antigua construcción; esta, para ser más exactos, databa de 1880. Desde entonces, por las dependencias de la casa parecía no haber pasado el tiempo. El gotelé de color vainilla en las paredes era la única reforma que constaba en los últimos veinte años.

El largo y estrecho pasillo dividía a la casa en dos secciones completamente distintas. El lado oeste albergaba la cocina, el cuarto de baño y la habitación donde transcurría parte de la vida de Jorge. Su cuarto era un anexo del pasillo reformado como dormitorio. Un armario con las bisagras sin engrasar, una pequeña estantería de Ikea para ordenar sus libros y un pequeño escritorio con un flexo le servían para afrontar su faceta casera, cada vez más inusual. En la parte superior de la pared y mirando a un patio estrecho surgía un pequeño ventanuco que aportaba más bien poco a la iluminación del habitáculo. Jorge quería más luz, más vida y un menor importe en la factura de la electricidad, pero de un tiempo a esa parte se había acostumbrado a esa media luz, a esa metáfora del amanecer que nunca llegaba. Pared con pared, Jorge dormía junto a la soledad.

La otra parte de la casa comprendía un salón reformado que se había comido un antiguo cuarto trastero y la habitación de Ful, el dueño de la casa, más amplia y más iluminada, que para eso era de su pertenencia todo lo que le rodeaba. Por ventanas tenía un par de balcones con una barandilla ennegrecida por arte y gracia de los coches, y descascarillada y oxidada por arte y gracia de la Madre Naturaleza y sus caprichosos fenómenos meteorológicos. Tal vez ese deterioro fuese una especie de revancha, un castigo a los habitantes de ese segundo derecha por haber dejado que murieran los geranios que un día poblaban el balcón, y de los que hoy tan sólo queda naturaleza muerta incrustada en unos tiestos de barro. Al contrario que el caso de Jorge, pared con pared, Ful dormía junto a la vida, los amaneceres y atardeceres más bonitos de las últimas décadas en la capital, las alarmas de los coches y los cantos de pájaros nocturnos, el gentío de la multitud en los días de Rastro y la placidez de las noches de verano con una luna impertérrita… al contrario que Jorge, Ful contaba los días que le quedaban para morir.

Y en estas se hacía la luz. La radio se conectaba a la hora en que había sido programada y la señalización de la hora en punto daba paso a España a las 8. El despertador no cumplía su función de despertar, y eso sería algo frustrante si los aparatos electrónicos tuvieran conciencia. Cinco minutos después, cuando el presentador daba paso al parte meteorológico y al estado de las carreteras, Jorge solía aparecer en el cuarto para apagar la emisión y despertar a Ful. Le sorprendía el estado casi vegetativo en el que solía encontrárselo, sin respirar durante una fracción bastante elevada de tiempo, fruto de las apneas del sueño que llevaba sufriendo toda su vida. A su lado tenía una CPAP que siempre se negaba a usar alegando que la presión continua del aire le impedía dormir. A pesar de las advertencias de su médico de cabecera sobre los múltiples riesgos de no usar la máquina, Ful había llegado a un punto en su vida en el que la muerte le preocupaba más o menos lo que la caída del Índice Nikkei. Jorge se apresuraba a poner la cabeza en su pecho para oírle sus desacompasados latidos y volver a respirar tranquilo, este hombre se me muere el día menos pensado. Después, con unos suaves toques en la mejilla, conseguía despertarlo, aunque la finalización de sus sueños siempre venía acompañada de un susto al volver a la vida real y el aturdimiento durante unos segundos antes de comprender que un nuevo día había empezado.

–Cagoendiez, Jorge, que me has dado un susto.

–Pues a ver si despiertas por ti solo, artista, que no te despierta ni el camión del butano.

–Lo que pasa es que no suena la alarma, que no me la pones bien.

–Ya, tal vez sea eso… Lo que deberías hacer es ponerte el aparato que te han mandado y despertarte cuando quisieras, que no tienes nada que hacer y te tengo que aguantar desde primera hora de la mañana.

A pesar del tono en el que se hablaban, los dos sabían que había una gran amistad entre ellos que se había forjado cuatro años atrás, cuando ambos accedieron al Programa Convive de la Universidad Complutense. Ful fue asesorado por su familia para participar en el programa, ya que sufría esa soledad que atañe al veinte por ciento de las personas en la gran ciudad y sus consanguíneos no estaban por la labor de aguantar sus achaques y ataques de genio. Jorge, recién llegado de la dehesa extremeña y con el ansia de la postadolescencia, únicamente quería vivir en la capital de la forma más económica posible, ignorando la mínima responsabilidad que suponía aceptar el convenio. Solo con el tiempo, tras una época de recelo a lo desconocido, habían conseguido confraternizar de tal manera que solo la barrera de la edad había impedido que compartieran también otros momentos que disfrutaban con sus coetáneos.

Tras la usual discusión matutina, Jorge conseguía arañar tiempo para dormir más desayunando en el bar en lugar de prepararse el desayuno. El Torrejón no era el bar con más carisma de la zona ni el que mejor trato dispensaba a sus clientes, pero fue el bar en el que Jorge decidió tiempo atrás establecer uno de sus hábitos rutinarios. Como mayor reclamo habían inventado que era el lugar que frecuentaba Luigi Rodolfo Boccherini durante su etapa en la villa, y en el que había encontrado la inspiración para componer La música notturna delle strade di Madrid, anécdota que acompañaban con una partitura enmarcada y colgada en la pared, partitura que no pertenecía a la célebre obra y de la que se desconocía su origen. A pesar de contar con una placa en su honor en la vecina calle de Jesús y María, los parroquianos que frecuentaban el establecimiento no tenían ni puta idea de quién podía ser el susodicho personaje, por lo que el reclamo, aparte de ridículo, era inútil. Otro dato que dejaba por los suelos la leyenda urbana era que el inmueble en el que se encontraba el bar era de finales del siglo XIX, más o menos nueve décadas después del último aliento del compositor. Aun con esas, ese sitio destilaba calidez y, con más de tres visitas en un corto espacio de tiempo, uno pasaba a formar parte de la familia y era fiado en trances de dificultades económicas sin exigírsele justificación alguna.

Jorge se sentía a gusto allí. Al otro lado de la barra se encontraba Jesús, camarero curtido en las barras del Madrid de la movida y al que los años, lejos de haberle robado fuerza y pericia, le habían dado una maestría para despachar al trabajador con prisas y al jubilado con todo el tiempo del mundo. Por lo demás, lejos de los parroquianos de siempre que mantenían en pie el negocio, nadie se animaba a cruzar sus puertas, mucho menos una mujer. Por eso la grada se volvió cuando una fémina se decidió a entrar. Su actitud anunciaba que no pensaba estar mucho tiempo, se dirigió a la máquina de tabaco y hurgó en su bolso. A pesar de haber pasado más de mil quinientos días desde el último desencuentro, a pesar de la distancia y a pesar de no haber pronunciado palabra, la habría reconocido aunque saliera codificada en un programa del Canal Plus. No había perdido un solo ápice de ese nosequé que lo volvió loco. El corazón de Jorge se desbocó cual caballo salvaje. Tranquilo, socio, que te va a dar un jamacuco.

–¿Te cobras, Jesús? – dijo Jorge, dispuesto a emprender la huida.

–¿Me cambias pa’ tabaco? – dijo la chica desde el otro extremo del bar.

Un silbido de admiración de procedencia desconocida recorrió el bar de una esquina a otra. No era el prototipo de mujer que levantara pasiones. No vestía cual mujer fatal, hay mujeres que con solo una mirada o una sonrisa pueden hacer que pierda la razón hasta el hombre más frío e imperturbable.

–¿Y qué hace una gata como tú en un sitio como este? – preguntó Matías, un pseudopoeta de edad avanzada que en su momento parece ser que había sido un gigoló de campeonato, pero que el tiempo había deteriorado en todas sus vertientes hasta convertirlo en un baboso impertinente.

–Pues pasaba por aquí, como dice la canción… y de gata nada, que yo soy de Cordobilla de Lácara.

–Provincia de Badajoz – logró articular Jorge con un tono de voz elevado, aunque tembloroso.

En ese momento logró compartir la atención de los allí presentes, que lo miraron con una expresión que dejaba claro que el dato expuesto no les interesaba en lo más mínimo. Pero la sorpresa de ella la dejó sin aliento por un instante. El silencio que se había creado en el ambiente había acrecentado la tensión, hasta que la intervención de uno de los no frecuentes hizo que el tiempo volviera a avanzar.

–¿Qué se debe, jefe?

Ella, con cierta miopía que se negaba a corregir porque no soportaba las lentillas y no le gustaba cómo le sentaban las gafas, se acercó hacia Jorge sin saber realmente si lo conocía.

–¿Jorge? ¿Eres tú?

Él no sabía cómo iba a ser la reacción de ella al saber la respuesta. La relación entre ambos había sido siempre estupenda a pesar del contratiempo antes de desaparecer cada uno de la vida del otro, pero el sorteo de los años podía cambiar el carácter y la forma de ser de cualquiera.

–Qué pronto te olvidas de la buena gente ¿no?

Jorge sabía disimular con frialdad la sorpresa del tropiezo, pero no pudo evitar una sonrisa de emoción.

–¡Madre mía, madre mía! ¡Qué sorpresa! ¿Pero qué haces tú por aquí?

–Bueno, llevo viviendo aquí desde que me fui del pueblo ¿Y tú?

–¡Me parece increíble! Bueno, sabía que estabas en Madrid porque en el pueblo se sabe todo, pero ¿aquí? ¿Justo aquí? ¡Pero si yo vivo aquí al lado!

Los acontecimientos se estaban desarrollando de una manera demasiado perfecta para Jorge. Pero momentos así suelen ser destrozados vilmente por los errores del pasado.

–¡Venga, Silvi, coño!

Un nombre tan bonito y musical podía sonar igual que un eructo si salía de la garganta de un mastuerzo incivilizado. Un joven con camiseta de tirantes que parecía sacado de un anuncio de Marlboro de los ochenta llamado Antonio irrumpió en el bar con un casco de moto en la mano dispuesto a liarse a hostias si alguien estaba incomodando a su pertenencia.

–¡Venga, hostia, que me quedo sin tiempo pa’ llevarte!

–¡Pero, Antonio, mira! ¡Es Jorge!

Dudó unos instantes antes de situar en su pasado a la persona que tenía delante de él.

–Ah… hola. Venga, que llegamos tarde.

La sensación de incomodidad era compartida por los dos hombres. No hubo estrechamiento de manos, palmadas en el hombro o abrazo con sentimiento. Jorge comprendió que hay errores que no se corrigen con el tiempo, y uno de ellos le hacía preguntarse qué cojones había visto ella en ese tipo y cómo coño seguían juntos tanto tiempo después si eran una pareja tan surrealista como la telefonista del Teléfono de la Esperanza y el suicida.

–Bueno, pareja, que tengáis buen día. Adiós.

Jorge abandonó un billete de mil pesetas en la barra que cambiaba de dueño sin esperar un cambio bastante abultado para suponer una propina. Ya se lo cobraría en otro momento a Jesús si es que le quedaban ganas de volver a un bar que le había empezado a resultar incómodo. La magia del reencuentro se había esfumado al estrellarse con la cruda realidad. Se abrió paso entre la pareja sin volverse a devolver la mirada triste que había posado Silvia en él. Le hubiera gustado salir detrás suya, pedirle explicaciones por ese cambio repentino de actitud o pedirle disculpas por los modales de aquel con quien seguía compartiendo un desacierto de vida. Pero el Ñito estaba con ella y aún no había comprado el paquete de tabaco por el que había entrado. Jorge corrió apresuradamente por la calle Amparo en dirección al Metro para ir a la facultad. Pero al llegar a los tornos descubrió que había perdido la cartera y no tenía el abono transportes. Volvió exhausto al bar a cobrar las cuentas pendientes y a recuperar lo que era suyo. La pareja ya no estaba allí.

–Aquí no ha aparecido ninguna cartera, pero oye ¿Tú de qué conoces al Ñito?

–No estoy ahora para historias, Jesús, ya hablamos.

El resto de la mañana lo pasó dando de baja la tarjeta de débito en el banco y denunciando la valiosa pérdida en la comisaría de Embajadores. Un día que prometía ser de lo más normal había dado un giro vertiginoso en apenas cinco minutos, revolviendo el pasado y las emociones de Jorge para convertirse en un día de mierda.

Definitivamente no iba a ser un día para recordar, y así lo demuestra que no viene ninguna referencia escrita en todos los papeles que me entregó Jorge aquella aciaga noche de principios de verano. Se lo tengo que recordar yo, aquí y ahora, cuando ha decidido poner el punto y final a esta historia sin recordar exactamente el inicio de todo. O al menos de esta segunda parte, claro está, pues todo se remonta a un lustro atrás, a unos trescientos cincuenta kilómetros de este salón en el que me hallo, en un pequeño pueblo de la vega del Guadiana.

[…]

Pero todavía es pronto para rememorar esa anécdota. Aquella misma tarde nos juntamos en la taberna Mondariz, un sitio con menos solera que el Torrejón, sin apenas espíritu ni una clientela fija, ideal para unos clientes anónimos que querían tomar algo tranquilamente sin encontrarse con ningún conocido que los molestara.

–El caso es que fue verla y sentir un pequeño pinchazo aquí en el costado, junto al corazón. No te sabría decir si de emoción o de decepción. Me fui del pueblo con mucho dolor, las relaciones con la familia no iban muy bien, no comprendían que yo me quería ir a estudiar cuando durante generaciones mi familia había vivido bien trabajando unos meses al año, primero con la recolección de la aceituna y después con la corcha, dos cosas con las que cientos de personas han conseguido vivir durante generaciones sin preocupación alguna por que faltara algo en casa o no pudieran comer. Pues bien, yo cada vez tenía más claro que quería estudiar en Mérida, quería tener una alternativa a lo mismo de siempre. No quería irme lejos, pero pasó lo de Silvia, y con dieciocho años te quieres rebelar contra todo y contra todos y me dije que a tomar por culo, que yo me iba a estudiar bien lejos, a la capital. Sé que ella se iba a Sevilla, al Ñito le habían cogido en una agencia de modelos y ya le habían salido un par de anuncios de ropa y no sé si uno de un perfume, pero vamos, que él hasta entonces solo había llegado a posar para el catálogo de ropa de un centro comercial de Cáceres. Ella quería estudiar Bellas Artes y la cogieron en la Universidad de Sevilla ¿Cómo coño han acabado viviendo en el barrio? No lo sé y no sé si quiero saberlo, pero vamos, que parece que me viniera siguiendo.

–Pero entonces ¿cómo ha reaccionado ella? ¿Se ha alegrado de verte o no?

–Pues sí, pero no. Tío, que hemos sido amigos desde chicos. Pero se cruzó el Ñito, un gilipollas de la Nava de Santiago que ya la había tenido más de una vez con los del pueblo, y empezó a cambiar de la noche a la mañana. El Ñito me tenía enfilado, sabía que yo era de los amigos más íntimos de Silvia y pensaba que entre los dos podía haber algo. Por eso estaba todo el día montado en la Rieju, de la Nava a Cordobilla y de Cordobilla a la Nava, para tenerla bien atada y sometida. Que te digo yo que Silvia no era así y que tal vez andaba acertado si pensaba que yo podía acabar con ella, que la anuló desde un principio y la obligó a que no nos viéramos, cosa difícil en un pueblo tan pequeño. Tal vez yo debería haber dicho esta boca es mía tiempo atrás, pero no lo hice y lo pagué caro.

–Pero si la tiene anulada y ella sigue con él ¿Por qué le das tantas vueltas al asunto? ¿Por qué no pasas de ella y sigues como hasta ahora? Te he visto siempre bastante bien con tu vida aquí.

–Porque la conversación ha sido bien corta, pero con su mirada me lo ha dicho todo. Que te digo yo que se ha apagado por completo cuando ha aparecido el otro en escena; como una estrella fugaz, se ha encendido al verme, no se lo podía creer.

–Tal vez deberías pasar de ella y no meterte en berenjenales que te pueden venir grandes. No conozco al Ñito personalmente, pero sí he oído hablar de él alguna vez en el barrio, y su carta de presentación no es muy buena, que digamos. Además ¿tú no tenías una musa? ¿Dónde está ahora?

Jorge se echó a reír, aunque ahogó la risa inmediatamente.

–¿Mi musa? A mi musa se la tiró el repartidor de pizzas. Ya ves tú, el ideal de pureza y castidad echado a perder por aprovechar una oferta de dos por uno.

No pude evitar reírme con él.

[…]

El telefonillo sonó pasadas las once y cuarto de la noche. Tuvo que sonar una segunda vez para que Jorge comprendiera que no era una equivocación y que realmente estaban llamando a su casa.

Era Silvia.

Su corazón comenzó a revolucionarse por segunda vez en ese día. No terminaba de entender qué estaba pasando, cómo había llegado no solo hasta su barrio, sino hasta la casa en la que vivía. Corrió hasta su habitación, se quitó el pijama para ponerse la ropa más decente que encontró, se atusó el pelo de manera frenética en el lavabo y se fue a abrir la puerta mientras oía cada vez más cerca unos pasos subir por aquellas escaleras de madera de nogal.

Era el pasado, que volvía.

–Hola. He venido a traerte algo que te pertenece.

–Sí, algo que aprecio bastante – dijo Jorge, pensando en el corazón.

Silvia sacó la cartera de su mochila. El semblante de Jorge cambió radicalmente.

–¿Y tú por qué coño tienes eso? – le soltó, remarcando su enfado. Pensó mal y luego se arrepintió. Tanto tiempo después habían cambiado tantas cosas que no sabía si se encontraba frente al proyecto de mujer con el que había soñado una vida en común o frente a una ratera que había aprovechado el shock del encuentro para cholarle la cartera.

–Se te cayó en el bar de esta mañana. Debo decirte que Antonio quería quedarse con el dinero a modo de recompensa por la devolución, pero le convencí de que no lo hiciera.

–Ah… qué majo el Ñito. Dale recuerdos de mi parte.

–No se lo tengas en cuenta, a veces hace verdaderas estupideces, y es que no estamos en un buen momento.

Se quedaron en silencio. Jorge no sabía si se refería a la situación sentimental, a la económica o a cuál.

–Bueno, ¿no me vas a invitar a pasar? Pensaba devolvértela mañana por la mañana en el bar, pero no sé si vas mucho por ahí.

–Pues… no. No vivo solo, y tal vez a estas horas molestemos.

–Ah… bueno, pues me voy.

Comenzó a bajar las escaleras. Suponía que alguna chica compartiría aquella casa con Jorge, seguramente también la cama. Jorge había pensado en aquella posible interpretación de su última frase, y no quiso aclarar nada al respecto. Mejor sería no dejar todas las cartas sobre la mesa, que se quedara con la duda.

–Bueno, tú ya sabes dónde estoy, pero ¿dónde te puedo encontrar yo a ti?

–En el 35 de Mesón de Paredes. En el telefonillo de mi casa puedes ver un corazón azul pintado. No llames a las otras casas, solo vivimos nosotros en todo el bloque.

Un vecino de un piso superior salió a la puerta a chistarlos para que se callaran. No estaban hablando muy alto, pero aquella edificación tenía la resonancia de las iglesias.

–Muchas gracias – susurró Jorge, levantando la cartera –, te debo una.

Ella alzó la mano para despedirse. Ni besos ni abrazos ni planes para verse otra vez. Una despedida muy fría, exceptuando la sonrisa que dibujaba la cara de ella cuando se dio media vuelta. Ambos querían volver a verse.

Él, sin embargo, no pudo contener un amago de rabia. El tiempo depuraba las imperfecciones de la vida, o eso quería creer él, pero ella seguía tantos años después con el mismo cretino. Había vuelto a ver ese brillo en su mirada. Quería volver a verla y a su vez quería olvidarla, tal como había hecho hasta ese día.

Se tumbó en la cama, preso de la rabia, y se desprendió de su zapatilla lanzando una patada al aire hacia atrás. La zapatilla se estrelló contra el espejo de la pared, que cayó al suelo y se hizo mil pedazos con un sonoro estruendo. Cuando se volvió a levantar para comprobar la magnitud del destrozo, un considerable trozo puntiagudo de espejo que reposaba en su zapatilla le atravesó la planta del pie, haciendo que un grito desgarrador retumbara en las cuatro paredes del estrecho patio trasero.

A aquel día tan largo le siguió una noche igualmente larga. Una ambulancia que nunca llegaba le hizo coger un taxi y dirigirse al 12 de Octubre, donde se llevó doce puntos de sutura de recompensa por su estúpido cabreo. Se preguntó si esa era la herida que más le dolía de aquel día.

Un médico comentó, en un alarde de ingenio con sus compañeros, que posiblemente era la primera vez que un espejo conseguía reflejar el interior de una persona.

SINOPSIS:

Jorge es un joven de provincias que cuatro años atrás decidió lanzarse a la aventura e irse a vivir a Madrid para huir de algo o de alguien, quizá de sí mismo. Pero una mañana, en el bar en el que había decidido afincar su rutina, se encuentra con Silvia. Ha pasado el tiempo, pero aún hay errores que la siguen condenando. Jorge desoirá las voces que le recomiendan no seguir luchando en batallas perdidas de antemano, tocará el cielo con las manos y se arrastrará por las cloacas de un barrio que agoniza desde los comienzos del nuevo siglo. Los aires de grandeza de un don nadie que sueña con convertirse en un capo de la droga, el ansia de vivir de una estudiante de Bellas Artes que se ha cansado de estar de rodillas y un premio de lotería de Navidad de cuarenta y siete millones de las antiguas pesetas golpean de lleno en la nuca del protagonista de esta historia, trastornando su tranquilo esquema de vida y obligándole a huir cuando todo se viene abajo. Es el pasado, que vuelve.

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