Historia de Mel

Historia de Mel

Pax Bar

06/05/2018

Bajaron a la playa con las sandalias colgadas de los dedos. Hundieron los pies en arena harinosa primero, y en la línea que había alcanzado la lengua del mar en retirada después. Al final de la cremallera de espuma batida, una cicatriz todavía abierta en la piel de la playa, se intuían las rocas cubiertas de mejillón y de liquen.

Entre donde se encontraban y el escollo de piedra parda al que se dirigían, se alzaba un pequeño promontorio, un túmulo de granos de arena amontonados por el mar, quizás los restos de un castillo infantil entregado sin remedio al embate de los elementos. A medida que avanzaban empezó a parecerles que aquella no era una simple naturaleza muerta: arena, algas y conchas mezcladas sin orden ni concierto.

Como atraídos por cantos de sirena, sus pies desnudos llegaron hasta un cuerpo. Un blusón borracho de agua salada se adhería a aquella mujer como una segunda piel, revelando formas sinuosas que despertaban un pudor pespunteado de espanto. El brazo derecho dibujaba una hoz sobre la que reposaba su cabeza. Una estampa de placentera laxitud, si en lugar de luz de luna tenebrosa fuera la del sol la que picara aquel punto del arenal. La leve hinchazón del agua y de la muerte acentuaba los rasgos marmóreos, bellos, esculpidos con delicadeza bajo la empapada cabellera castaña.

Abuela y nieta se miraron disimulando el escalofrío. Los latidos del corazón se les habían instalado en las cabezas. Eran los macillos de un piano enloquecido que percutían con calculada precisión y hacían estallar, una tras otra, las cuerdas tensadas por las clavijas, las tripas del instrumento. Tras un instante paralizadas, dieron un paso atrás. Pasó un segundo eterno y por fin Carmen ordenó con firmeza a Alma que le hiciese compañía a esa pobre mujer, mientras ella corría al cuartel de la Guardia Civil.

Perdía el equilibrio al hundir los pies en una arena fría, intensamente fría. Y sin embargo, a cada paso que daba, empezó a sentirse más y más ágil. Se disipaba el entumecimiento de sus piernas, de nuevo ligeras y tersas, libres como por encanto de nódulos varicosos. Su cuerpo acompañaba a su mente en un viaje sesenta años atrás. Entonces los guardias respondieron con indiferencia a sus súplicas. Ahora la escucharían con respeto. Muchas cosas habían cambiado. Miró atrás. Otras no, como ese mar embravecido. Siempre era el mismo, aunque a veces se tragase a sus víctimas y otras las escupiese, como a un piano de cola hecho trizas tras haber sido melosamente acunado por el agua salada. Las mareas vivas venían este año con resaca de muerte. Se fijó en la luna, semioculta entre gajos negros de nube. Tenía color de vieja tecla de marfil impregnada de humedad. «No mires arriba. No mires atrás», se dijo. Y continuó.

Alma, entretanto, apartó el pelo lacio, acarició el rostro helado y comenzó a entonar una nana. No sintió asco cuando percibió un extraño olor a salitre. Midió con la vista el largo tramo de playa que habían dejado atrás la abuela Carmen y ella. Qué se le estaría pasando a la pobre por la cabeza. La historia del abuelo, seguro. A continuación pensó con tristeza en su madre. No sintió miedo. La inundó la terrible paz con la que afrontamos lo irremediable.

Los periódicos informarían lapidariamente de un cadáver, de un cuerpo perteneciente a una mujer de unos sesenta años, como si ese cuerpo no fuese ella misma, sino la porción de materia orgánica que le había correspondido en la lotería de la vida. Pasarían por alto sus espesas pestañas, el óvalo perfecto de su rostro, la belleza tranquila y sin aspavientos. Datos frívolos al comunicar una muerte.

A Alma le asustó de pronto la presencia de dos gaviotas. Ojos transparentes, estáticos, los cuerpos bamboleantes aproximándose en mitad de un rocío húmedo que no sabía de compasiones. Las espantó horrorizada y siguió el dibujo de sus patas, tres rayitas abiertas en abanico, grabadas en la arena húmeda. Respiró hondo, conteniendo la náusea que se le quería instalar en el estómago. No sabía si la abuela Carmen tardaba mucho o no, pero sí que durante un instante se había sentido más sola que nadie, más sola que nunca.

Dejó de contemplar el rostro de la mujer, para recorrer con la mirada todas y cada una de las costuras, todos y cada uno de los pliegues del blusón, como si estuviese obligada a memorizarlos para poder llevar a cabo una minuciosa descripción de aquella prenda. Abandonadas las leves arrugas del cuello, el comienzo de la tela del escote en pico, los pechos claramente dibujados bajo un sujetador de encaje blanco, el ombligo horadado en el vientre, cayó en la cuenta de una mancha oscura, una especie de cinturón fino que en un punto se ensanchaba y actuaba de ecuador entre el torso y las piernas de aquella atractiva mujer.

Sabía que no debía tocar nada, y sin embargo, sintió un deseo irrefrenable de acceder a aquella tira de cuero. Miró a su alrededor. No vio nada. Solo oyó el galope de su corazón y la molicie del mar descargando su peso a pocos centímetros, incansable en su delicado retroceso. Estaba profanando un cadáver, pensó horrorizada. Pero a la vez, su intuición le decía que hacía lo correcto. Despegó el faldón de la blusa, adherido a la piel como miel pegajosa, y enseguida vio la pequeñísima cartera cosida al fino cinto. Oyó el chasquido del botón tachuela al abrirla, e introdujo pulgar e índice. Sus falanges removieron un par de algas viscosas y enseguida se toparon con los dientecillos de una minúscula cremallera. Tras un intento fallido, la lengüeta pudo abrirse camino y descubrir una pequeña tira de plástico.

¿Qué era aquello? La luna -una pelota siniestra aquella noche- proporcionaba suficiente luz. Alma vio una larguísima hilera de cifras. Alguna ligeramente emborronada continuaba siendo legible. El rotulador de tinta indeleble había cumplido su misión. Una serie demasiado larga para una matrícula, algo corta para una cuenta bancaria. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce, trece, catorce, quince, dieciséis cifras. Separadas. Solitarias. No sabía qué era aquello, pero sí que era importante: 1 7 3 7 4 4 1 3 2 5 5 4 2 3 3 5

Los gritos de la abuela interrumpieron su lectura. Introdujo la serie numérica en el bolsillo derecho de su vaquero, al tiempo que fijaba los ojos levemente rasgados en el blusón, vuelto a su posición inicial, sin el menor atisbo de manipulación.

Los dos uniformados aceleraron el paso y adelantaron a la abuela Carmen. Descendieron con premura por la rampa de acceso a la playa. Ella dejó que hicieran. El desasosiego de aquella extraña noche se le cayó de pronto encima. Sus piernas, pesadas y torpes, libres ahora de las sandalias apresuradamente puestas en chancla, pisaban tambaleantes la arena, que les confería consistencia de plomo. Notó cómo le dolía cada uno de los huesos, y una punzada que era como una china alojada en el corazón.

Su nieta se iba al día siguiente a Viena. Precisamente a esa ciudad, claro. No podía ser otra. Estaba en su derecho. Esa linda criatura tenía que abrirse camino y aprender a sonreír. Los recuerdos de su hija se borraban con los días, pero su propia memoria los atesoraría por ella, aunque esa misión fuera contra natura. Se le amontonaban y empezaban a pesar, pero la vida le gustaba aunque le hubiese hincado dentelladas crueles. Se acarició con cariño la muñeca izquierda, el viejo reloj de Elías, el que ella le había regalado, lo único que ese mar embravecido había tenido a bien devolverle. Respiró hondo. Siguió andando.

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Cuaderno II

Frente a Son, agosto de 1997

Clara, me sugeriste que me despidiese del mar. Cuando empezaba a bajar la cuesta, sentí los fatigados pasos de la abuela. Me inspiró una gran ternura que me acompañase en ese paseo, con lo duro que es para ella enfrentarse al océano. Sentí una emoción especial. Estaba extrañamente excitada, y lo atribuí a los nervios previos al viaje. Íbamos a mojarnos los pies y a escuchar la respiración del mar, como me enseñaste de pequeña. «Escucha, Alma, tiene unos pulmones gigantescos» –me decías, mientras me apretabas con fuerza la manito y la brisa salada nos despeinaba. «Inspiran y se encogen, aunque algunos alveolos rebeldes se resisten y se transforman en rizos de ola. Expiran y lanzan el aire a la orilla, alcanzándonos, como hacen ahora». Yo te escuchaba fascinada, sin entender del todo el significado de tus palabras.

Íbamos a despojarnos de las sandalias, a mojarnos los pies, como te decía, y a escuchar el mar, pero el paseo se convirtió en el comienzo de una aventura extraordinaria. Junto a una roca descubrí una estrella de mar. Se veía perfectamente a la luz de la luna llena. Me sorprendió, porque aunque de pequeña me llevabas con cuidado al Reino de las Rocas y sus aledaños para que descubriera lapas, mejillones, caramujos de intenso sabor salado, erizos, ostras de perro, volandeiras, coquinas –que para mí eran mariposas de mar- y otras tantas especies mágicas, sabes que con el paso de los años y la construcción del puerto, todos esos tesoros marinos han ido desapareciendo. Así que encontrar una estrella, con todos sus brazos intactos, me pareció algo milagroso.

Fui a cogerla y resultó que estaba muerta, desecada. La abuela me había tomado la delantera y no se dio cuenta de lo que hacía. De lo contrario me habría reprendido. Pero ahí no acabó todo, Clara. Al levantarla, descubrí que ocultaba una especie de saquito de cuero. Lo abrí y encontré una tira de plástico enroscada. Tiene escrito un buen puñado de cifras, dieciséis en concreto, Clara. Tú me mandaste despedirme del mar. Sabes que pienso que las casualidades no existen. Todo pasa o deja de pasar por algo. Aquel pedazo de plástico me estaba esperando a mí. Es un enigma que he de resolver.

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Viena, septiembre de 1997

Ay, Clara, me alegré muchísimo al ver que entendía perfectamente la conversación que mantenían aquellas dos chicas que iban sentadas unos cuantos asientos por delante de mí en el autobús. El alemán que había dejado de practicar con intensidad a finales de 1993, a mi vuelta del año Erasmus en Kassel, había quedado de alguna forma preservado al vacío en un tarro de mermelada que ahora se abría estallando en un reconfortante «plop». Como para contradecir mi inagotable inquietud interior, el vuelo a Viena fue sumamente plácido y Wien-Schwechat un aeropuerto nada aterrador, muy de andar por casa. Y sin embargo, los paneles publicitarios que adornaban el finger –el dedo articulado que ejerce de pasarela para acceder al avión o abandonarlo- me confirmaron que estaba lejos de mi hogar. Niños con cara de no haber roto nunca un plato, abuelos deportistas que no dejan atrás trabajo penoso alguno, chico con interesante cara angulosa apoyada con descaro indolente en una mano que sostiene y me ofrece un zumo nuevo con gotas de miel…, bobas promesas de felicidad que quiero interpretar como buenos augurios.

Me subí al autobús que Inge me había indicado, y que me dejó en la Westbahnhof, en la Estación del Oeste. Bien sujeta en la mano la dirección de mi domicilio provisional para los primeros días, en la Blindengasse («sí, sí, la calle de los ciegos» –me confirmó entre risas Inge cuando quise asegurarme de que estaba apuntando bien el nombre). Me pareció una curiosa metáfora de mi nueva situación, Clara, entregándome a algo así como un callejón oscuro, sin salida, dirigiéndome a un lugar con los ojos cerrados, sin saber qué me esperaba.

El taxista me dejó, tras un breve recorrido, ante el edificio indicado. Eran en torno a las siete; en todo caso aún era de día. Yo ya había llamado desde la estación avisando a Inge de mi llegada, y por eso hubo agitación de ventanas y antes de alcanzar a llamar al timbre ya estaba mi tutora austriaca abriéndome el portal.

Me condujo a la primera planta de un edificio limpio, luminoso, con agradable sensación de amplitud. Cuando por fin entré, posé el equipaje en la entrada y me invitó a sentarme en un sillón beige, pude observar a una mujer sonriente y atractiva, cercana a la cuarentena, si no la había rebasado ya, envuelta en un bonito jersey blanco de lana. Sentada, abrazándose las piernas en el sofá también blanco, me pareció la viva imagen de un anuncio de suavizante con mujer nórdica. Una relajada sonrisa que pretendía infundir confianza salía de unos labios sensuales, dibujada por dientes pequeñitos. Encontraba acomodo en una cara de tez no excesivamente blanca, adornada con alguna que otra peca y coronada por bonitos ojos verde agua, bordeados por pequeñas arruguitas. Creo que pensé que era mucho más guapa de lo que me la había imaginado, aunque no sé muy bien cómo la había visto en aquella carta de letra cuidada y en la voz que salía del auricular. En todo caso había adquirido una consistencia determinada entre infinitas posibilidades, como la calle que ya había localizado en un plano de Viena con el que me había hecho en San Yago. Aquella línea de color sobre el papel estaba compuesta de casas, una estación de metro, tiendas, con sus luces y colores. El asfalto era iluminado de un modo particular por el sol y se abría en trazos estudiados a otras calles, a derecha e izquierda, a otras vidas y objetos.

Tras la charla, unos reparadores macarrones con queso y una extraña agua mineral con gas, la noche se fue colando por un amplio ventanal, cubriendo de franjas oscuras la mortecina luz que rebotaba en la librería, en la alfombra, en la larga mesa de madera. Intenté mantener los ojos bien abiertos, observando todo aquello que me parecía tan distinto a lo visto hasta entonces, que adquiría perfiles aún más particulares con la luz eléctrica a la que hubo que dar paso. Los sentidos están alerta cuando emprendemos un nuevo camino en un nuevo lugar, y todo parece tan original y distinto, que esa impresión perdura hasta cuando lo cotidiano se ha instalado en nuestras horas. El lejano sonido de los tranvías es lo último que recuerdo cuando en lucha extenuante me vencieron los párpados y me vi acostada entre las sábanas con que sólo Inge pudo vestir el sofá, mi primer nido en la ciudad de los vientos helados, afilados como cuchillos por un paragüero bregado en la materia, en la ciudad de los manantiales de agua pura recién exprimida en cumbres nevadas.

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Viena, septiembre de 1997

Clara, me desperté con el aturdimiento que suele acompañar los repentinos cambios de emplazamiento. Sin embargo duró poco, y tras dar cuenta del desayuno que me aguardaba dispuesto en la mesa y acabar de despertarme con el agua de la ducha, me dirigí al instituto siguiendo el croquis que Inge había trazado bajo el deseo de un buen día. Cerré la puerta con sumo cuidado, asegurándome de dar dos vueltas completas con una de las copias que de sus llaves me había dejado junto a la cafetera. Supuse con acierto que la más ancha era la que correspondía a la puerta del piso, pero iba como pisando huevos, temerosa de quebrar algún orden establecido que una intrusa como yo había venido a alterar.

Habría invertido aún mucho menos tiempo del escaso que necesité para llegar hasta el instituto de no ser porque todo me llamaba la atención y en todo me fijaba: estancos bajo un contundente rótulo que rezaba trafik, macetas con flores pastel y ropas de estampados imposibles asomándose a la calle desde una boutique, el chillón rojo sobre fondo amarillo de Billa, popular cadena de supermercados por estos lares, como más tarde me confirmaría Inge, librerías de viejo, algún rancio café con visillos de ganchillo y promesas de historias finiseculares envueltas en humo, un coqueto bistró italiano con sándwiches de varios pisos llamados tramezzini –bonita palabra, ¿verdad?-, que competían en color con un frutero rebosante de limones. Olores que me alcanzaban, como el del pan y los pasteles recién horneados de alguna konditorei, sonidos como los timbrazos bisílabos de los tranvías, que cruzan al trote dejando su estela rojiblanca, los colores de la bandera de Austria. «¿Dónde está su nieta?, señora Carmen» –le preguntan a la abuela. «¿En Australia?, señora Carmen» Y a ella se le sube el orgullo como un rubor inesperado y dice que no, que cuando a mí se me ponga entre ceja y ceja volaré al otro lado del mundo y le haré compañía a los canguros, pero que de momento estoy en Austria «perfeccionando» mi alemán. Austria – Australia; qué gran diferencia puede marcar un insignificante “al”, y yo lo sé mejor que nadie, ¿verdad, Clara?

Toda la decisión que me había empujado hasta la escalinata de acceso al instituto se evaporó al llegar allí. De pronto me daba pudor subir aquellos peldaños, vergüenza no llegar a articular un alemán suficientemente inteligible como para ubicar a Inge en aquel edificio que rezumaba seriedad. En esas estaba cuando un chico en chándal –profesor de gimnasia, con toda seguridad, pensé– me despertó de mis cavilaciones con un atronador Grüβ Gott. “Dios te saluda” es la fórmula más comúnmente empleada en el sur de Alemania y aquí en Austria. Quizás tú ya lo sepas, Clara. Nos hemos callado tantas cosas. Enlacé la pregunta que quería formular con el saludo, y pese a su amabilidad, el chico, que se convertiría en Oliver poco después, no pudo disimular su sorpresa al no casar mi acento con mi aspecto. Inge me lo presentó, al igual que a otros compañeros, y aunque ya había vivido lo mismo en 1993, el que mi aspecto físico desmintiera mi procedencia, soy incapaz de disimular un mohín de disgusto. Noto cómo tuerzo la boca. Parezco defraudarles, por no ser morena ni racial, pero ya descubrirán mis encantos, ¿verdad, Clara? Tú tampoco eres lo que se espera de una española, pasarías por perfecta noruega. Imagínate anunciando Neutrógena tras filetear salmones en Bergen.

Aún no recuperados del shock, contemplé decenas de bocas abiertas, redondeadas en perfecta O, como las de los inocentes niños cantores de Viena, al decir mi nombre. «Alma, como Alma Mahler», repetían incrédulos.

Pese a que aún no debía empezar a ejercer como auxiliar de conversación, pues me espera un seminario de formación introductorio a partir del lunes, Inge insistió en que entrase con ella a una de sus clases. Enmudecí más de lo que lo hicieron los alumnos cuando nos vieron aparecer. Como dirigidos por una batuta invisible, se pusieron en pie al unísono y entrelazaron las manos por detrás de la espalda en pose reverencial, hasta que a un leve gesto de Inge abandonaron su acartonamiento y volvieron a sentarse. Escuché cómo me presentaba en perfecto español, mientras ellos no dejaban de escudriñarme. Parecían querer quedarse con todos y cada uno de mis rasgos, como si a continuación fuese a entrar un policía a pedirles un retrato-robot de la extranjera. No te asustes, Clara, sabes que cuando estoy nerviosa me sale un tonto sentido del humor, si es que se le puede llamar así. Aunque intenté sostener sus miradas, inquisitivas o desafiantes según los casos, me resultó sumamente difícil hacerlo con una pelirroja sentada en primera fila. Sus ojos almendrados me taladraban impertérritos, mientras con dos dedos hacía girar sin descanso un aro plateado que le horadaba la aleta derecha de la nariz. Creí que en cualquier momento iba a emitir un bufido y proceder con la pierna derecha como un toro con su pata a arañar el suelo, un segundo antes de emprender la embestida.

Sentí un enorme alivio cuando pude abandonar el aula y entretenerme en los lucernarios que se abrían al cielo, en la armoniosa combinación de maderas coloreadas y cristaleras transparentes de la biblioteca, en la enorme mesa que se extendía de lado a lado de la sala de profesores y reflejaba la luz que entraba por enormes ventanales cuajados de plantas, se detenía en un aire dulce y quieto y se prestaba a palidecer a la derecha en una pequeña salita para fumadores y a la izquierda en otra de iguales dimensiones para no fumadores, equipadas ambas con nevera, calentador de agua y cafetera de filtro. Sonó el timbre que anunciaba el recreo y la sólida armada austrohúngara se transformó en ociosa soldadesca. En bullicioso rompan-filas se abrieron paso hacia la cafetería. Junto a ésta, un enorme patio. Aquí donde la tiniebla desciende antes a la tierra se las han ingeniado para no desperdiciar ni un hálito de sol. Esto te encantaría, Clara, aunque le falta el mar, claro. Nada es perfecto.

Me sorprendió la profusión de máquinas expendedoras de vivos colores, junto a las que arracimaban los niños como junto al mostrador que atendían inexpresivas cocineras entradas en carnes. No me esperaba encontrarme en un centro educativo anuncios de melindres y bebidas hipercalóricas. Inge me aseguró que el director, que me presentaría en breve, se había resistido con vehemencia a consentirlos, pero que al final no se había podido negar. Las escuelas necesitaban fuentes de financiación privada además de la estatal.

Uno de los anuncios me resultaba familiar. Me hizo gracia, porque qué me podía sonar a conocido siendo una recién llegada. Ah, sí, era el chico del aeropuerto. Ahora que lo veía a la luz delicada y sin gastar de la mañana, resultaba verdaderamente atractivo. Apetecía recorrer los ángulos perfectamente marcados de su cara, subrayados por la escasa pero uniforme, suave y a la vez firme barba de pocos días. Los ojos color miel ponían una nota gris de burlona melancolía. La mano que ofrecía el zumo, acariciada por el cabello fino, castaño, suave, era un ramillete delicado de dedos lánguidos, como de mar bravo en retirada, y las yemas almohadillas blandas que sobresalían de unas uñas de manicura perfecta, de esmalte simétricamente alineado.

«Lo conoces, ¿verdad?» –afirmó, más que inquirió Inge, al observar mi ensimismamiento. «Del otro día, en el aeropuerto. Es casi lo primero que vi al pisar suelo vienés» –dije con solemnidad acompañada de risas. «¿Quién es, un actor?» «¿No sabes quién es?» –preguntó casi escandalizada. «Pues no, lo siento, ¿debería?…» Puse cara de niña pillada en falta, o me sentí levemente humillada y se me notó, porque a partir de ahí Inge suavizó el tono y me aseguró que no, que ella lo había dado por supuesto, pero que un pianista como Mel Vidal, una estrella en Austria, no tenía por qué ser conocida en España, aunque ella lo había dado por supuesto teniendo en cuenta que era el hijo de El Gran Vidal. Le confesé que no soy precisamente una gran aficionada a la música clásica. Aun sin serlo, tenía que ver actuar a Mel, dijo con un arrobo casi adolescente. Nadie podía sustraerse a sus encantos, suspiró. Y probablemente iba a disfrutar de esa oportunidad antes de lo que pensaba. No lo creía, le dije, dado que me atrae otro tipo de música. Me lanzó una sonrisa enigmática, cómplice, a la que, en mi aturdimiento tras tantas cosas nuevas, no supe muy bien cómo responder.

***

Lo que Alma se dejó en el tintero

Alma estuvo a punto de no escribirle a Clara esa última frase. No quería perturbarla en modo alguno, pero releyéndola se quedó dormida con el cuaderno de tapa sepia abierto, abrazado a su pecho. En todo caso escribía con tinta deleble. Odiaba ese sucedáneo pálido fácilmente eliminable, sin ese olor que ni de lejos era el de los bolígrafos de su niñez, que tozuda incrustaba en las cuartillas, para acercarlas a la nariz roma como un placer íntimo y prohibido. Lo odiaba y sin embargo lo precisaba para estas hojas.

En el tintero se dejó -expresión hecha que sustituye aquí a la mina del boli-:

–El fastidio de llamarse Alma. Retomaría gustosa el Al de su niñez, que impuso a profesores y compañeros con disciplina castrense, pero uno se hace mayor entre otras cosas para asumir su identidad y renunciar a los pequeños refugios salvadores, aun cuando sus paredes sean sólo dos letras, o precisamente por eso. Le quedaba la otra opción, pero era aún peor.

–La alegría de no llevar el apellido de su padre. Se ahorraba así el tremendo engorro de someterse a cualquier tipo de interrogatorio, más o menos frívolo, banal o inquisitorial acerca de eso tan serio llamado biografía. Qué bien no tener que explicar que su padre austriaco, vienés para más señas, había recalado en Galicia un puñado de años antes, los que tenía ella y alguno más, pero no lo suficiente como para dejarle en la memoria más que el breve roce de un bigote rubio y espeso. Si bien eso justificaría plenamente el hecho de llamarse Alma, y no tendría que echar mano de la absurda historia que explicaba la elección de ese nombre en la pila bautismal.

–La apostilla a la parca disciplina del alumnado austriaco de que a la abuela le encantaría que esa obediencia a cierto tipo de autoridad, que no a la de la Guardia Civil, por ejemplo, fuese habitual allí. Y no el todo vale que había hecho de su preciosa hija una nubecilla de verano perdida entre nubarrones. La música, esa isla absurda con su arena blanca, tan blanca como algunas drogas, atracción de extranjeros como ese de ojos azul mentiroso que nunca le gustó. Que hablaba además la misma lengua bruta y fea de… Ay, el pobre Elías la había dejado sola, con aquellos hijos tan díscolos y una vida tan diferente a la suya. Y ahora a Clara se le iban los recuerdos como el agua por un sumidero, también el de aquella playa de promesas de cine que nada tienen que ver con la realidad.

–La relación amor-odio con Clara. Esa que le salió al escribir que podía pasar por noruega. Al escribir ese párrafo, pese a saber que la tinta no era indeleble, que podría corregir y borrar las veces que le viniera en gana, vaciló. Estuvo a punto de descargar toda su rabia como cuando casi agujereaba las hojas de su cuaderno, sí, una tras otra, como si se matase a sí misma haciendo lo que más amaba, escribir, sí, y puso “filetear” cuando la mente le pedía poner “desollar”, que suena mucho más cruento. Acabó envolviéndola en una belleza de anuncio de crema protectora, en la falsa seguridad que inventan los creativos a cambio de un buen fajo de billetes. El dinero que siempre escaseaba, la niñera que era niña de su niña. En una lonja te voy a poner a trabajar, le gritó su subconsciente. No sé si podrías imaginarte en una tesitura así, sin depender de Carmen, Clara, teniendo que sacar los redaños que nunca has tenido y escupirlos por esa preciosa boca tuya. Pero se impone esa cara angelical, de mujer callada, melancólica y débil que pide ayuda a gritos.

–El perenne sentimiento de culpa cosido a ella como una segunda piel. ¿Merecía ella estar ahí? Si bien siempre la acompañaba, en algunos momentos se le clavaba como un arpón escondido a traición en el fondo del mar. Inge se lo había hecho presente al asombrarse de su desconocimiento del pianista. Le habían adjudicado el país de la música, la ciudad de los valses, y lo único que sabía era soltar una ristra de lugares comunes, de eslóganes de pacotilla, sin entender la verdadera esencia de lo que significa gozar de un privilegio así. Pasearse por las mismas calles de tantos compositores, mientras ella respondía que la música clásica no era lo suyo. Profanaba el templo del antiguo imperio austrohúngaro, nacido en una cuna mecida por acordes de los que ella no conocía las claves. ¡Qué tontería! ¿Por qué se castigaba así? Profanar, profanar, puñetero verbo que había echado últimamente raíces en su cabeza. ¿Por qué se le cruzaban por la mente frases tan pedantes? Pedantisch en alemán define a los maniáticos del orden. Ella no lo era, en absoluto. Y estaba orgullosa de su caos. De él salían perlas a veces. Sin cultivar, pero auténticas y puras como piedras de sal. El orden está sobrevalorado, lo exhiben como una medalla colgada del pecho quienes no pueden presumir de otra cosa. Un colgajo de colores, un trapo manchado de sangre. Personas de rostro circunspecto como los que acuden a los conciertos de música clásica. Ella estaba allí por algo mucho más importante, por… la arquitectura. Lo primero es la cueva que habitamos, que podrá ser un palacio cubierto de pan de oro, pero lo que nunca dejará de ser es una cueva. Que nadie se atreviera a juzgarla sin conocerla. Se sintió mareada y avergonzada, tratando de alcanzar los vinilos de Clara, Clara, Clara, de la estantería más alta, a la que pedía llegar tras dar un estirón después de una noche y otra más, mientras aplaudía a destiempo en un concierto de pulcras damas y pulcros caballeros bajo titilantes arañas de cristal, ante la burlona mirada de un pianista como el del anuncio, ¿cómo era su nombre? Mel Vidal.

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Historia de Mel

I

Antepasados. Infancia

Para empezar, Mel no es Mel. No se llama así, sino Franz Vidal. Franz O. Vidal, para ser exactos, pero en la O y su historia me detendré a su debido tiempo. Igual de ridículos me parecen ambos nombres, el que ella se empeñó en ponerle y el creado por unos publicistas mediocres. Dos veces me lo han arrebatado, propios y extraños, como si una no fuese suficiente para una madre. Pero si algo no pueden hacer es robarme las palabras. Si no las escupo en el papel, se me van a enquistar como una bola de pus y me van a envenenar. Ubi pus, ibi evacua, o dicho en cristiano, donde hay pus, hay que evacuarlo.

Me dispongo a sajar el tejido infectado y a llenar estos folios en blanco con la verdad y nada más que la verdad, para que todo el mundo se entere de una vez. Me sobran tiempo y ganas. No soy escritora. Letras y números, pocos, aprendidos de Doña Isolina, sus cuatro reglas, su escuálida Enciclopedia Álvarez, sus “avutardas vuelan bajo al atardecer” dictadas con voz poderosa. Mi escuela, la vida, la vida en el pazo de Son, sobre todo en su cocina, muchas veces en el huerto, y alguna que otra en el jardín. Incontables mis incursiones a la biblioteca, alentada por Don Arturo. El latinajo de antes me viene de ahí, de los libros que me enseñaba y me animaba a leer. Él sí que era grande, Don Arturo, canela era, no el Gran Esteban de su hijo, putero incorregible, embaucador, encantador de alcobas, aquí, en Madrid y en hoteles de medio mundo.

Don Arturo leía sin descanso, además de tocar el piano con mucho sentimiento. Acariciaba las teclas igual que las resmas taladradas de sus enormes volúmenes en Braille. Su ceguera le había librado de luchar en el frente al estallar la Guerra Civil, pero no de las acusaciones de haber cobijado a rojos en su casa y con ello auxiliar a la rebelión, como dicen los legajos de su informe en el Archivo General e Histórico de Defensa. Para evitarles problemas a él y a su mujer -la buena de Doña Josefina Villamarín-, el padre de ésta, constructor enriquecido por un par de golpes de fortuna, echó mano de los amigos que había hecho en Ferrol durante el servicio militar, para que los acogiesen en tierras gallegas. Alguien movió los hilos necesarios para que los señores se convirtieran en los guardeses del pazo. El suegro de Don Arturo pensó con buen criterio que iban a estar más seguros lejos de la capital. Pero las cosas se enredaron, hubo que pagar los favores debidos y para el matrimonio no fue un camino de rosas, ni mucho menos.

Las construcciones adyacentes al pazo, e incluso una parte del mismo, fueron transformados en penal para presos políticos traídos de todas partes. Jamás se había imaginado Doña Josefina tener que atender a aquellos hombres famélicos, asediados por los piojos y la pena, encerrados en húmedos cubículos. Ni tener que administrar con mano firme la escasa carne obtenida de vacas viejas y las pobres cosechas del huerto, insuficientes para el creciente número de habitantes del pazo y para la generosidad de su corazón.

Don Arturo, creyendo con razón que la belleza de la música era buena medicina para el dolor, abría de par en par las ventanas cada vez que tocaba el piano. Las notas conseguían abrirse paso a través de las cortinas de lluvia y bajo las tormentas, y alcanzar las pobres celdas. Una vez hizo un regalo muy especial a aquellos condenados, un concierto en el que se entregó como si estuviera ante el público más selecto del mundo, en el que les hizo sentirse dignos, importantes, espectadores de un acontecimiento único.

Apenas conozco a mi hijo, pero en sus vivos, preciosos ojos, intuyo los apagados de su abuelo, enormes tras aquellos anteojos de culo de vaso, que distorsionaban el alma que se reflejaba en ellos, limpia como su risa. Un hombre como él y una mujer como la suya engendraron a un canalla, la voz más hermosa del mundo encerrada en un caballero de cartón, elegancia, simpatía y atractivo al servicio de una mente mezquina.

Se han inventado una vida para mi hijo Ángel. Ángel Vidal tenía que haberse llamado, como ésta que escribe, Ángela, una leona que no dejará nunca de luchar por su hijo. Lo he intentado, pero no puedo acceder a él sin parecer una fan desquiciada. Katja lo escolta día y noche, pero volveré a atacar por ese flanco. Detrás de esa fachada dura y fría se esconde una buena mujer. Ahí reside mi esperanza, mi pequeña gran esperanza.

Hijo, ojalá nos veamos muy pronto y te pueda contar mi verdad. Pero por lo que pueda pasar, aquí tienes este libro. Sé que vas a llegar a él, sé que lo vas a leer.

Esta mañana he estado en una biblioteca. La del pazo era mi refugio y en ellas, en su silencio, en sus libros, encuentro paz, la paz que tanta falta me hace. No te lo vas a creer, pero cogí un libro al azar, lo abrí y me encontré con este poema de Lorca, “Pequeño vals vienés”. Es un poco extraño, no lo entiendo bien, pero tiene algo que me toca muy dentro. Parece que habla de amor carnal, pero para mí, esta estrofa y este estribillo retratan el amor de una madre por su hijo, el mío por ti. Espero que en Viena te llegue mi temblor cada vez que lo leo. El azar me llevó a él. ¿Tú crees en el azar? ¿Existen las casualidades?

Te lo dedico, mi Ángel:

Porque te quiero, te quiero, amor mío,
en el desván donde juegan los niños,
soñando viejas luces de Hungría
por los rumores de la tarde tibia,
viendo ovejas y lirios de nieve
por el silencio oscuro de tu frente.

¡Ay, ay, ay, ay!
Toma este vals, este vals del «Te quiero siempre»


RESUMEN

Alma da sus primeros pasos en Viena sin olvidar que tiene un asunto pendiente en su pueblo junto al mar. En el tiempo que dura un embarazo, la ciudad en la que trabaja como auxiliar de conversación, un atractivo pianista y el entorno que lo rodea, van a devolverla al pasado, a heridas aún abiertas desde la Guerra Civil y los años de la movida. Tirando de hilos aparentemente lejanos entre sí, se topará con un único retal hecho de historia, melancolía, amor y ambición. La resolución del misterio que lleva consigo desde el lugar de sus raíces está más cerca de lo que puede imaginar, le enseñará lo mejor y lo peor del ser humano y trastocará por completo su existencia, en tanto desentraña la historia de Mel.

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